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Se detuvo un momento, jadeante por su discurso, echando el aliento a la cara de Luna. El clérigo estaba tan impregnado del ambiente de la catedral, que en su cuerpo parecían resumirse todos los olores del templo: su sotana tenía el perfume mohoso de la piedra vieja y las rejas herrumbrosas; por su boca parecían respirar los canalones y las gárgolas la rancia humedad de los desvanes.

No necesitaba consejos, pero ¡ay! cuando llegaba por la noche a la casa de su amada, cuando se veía en aquel dormitorio que parecía exhalar el mismo perfume de Leonora, como si hubiera absorbido en sus muebles y cortinas la esencia de su cuerpo, sentía los efectos de aquella murmuración encarnizada, de la curiosidad de toda una población fija en ellos.

Siempre había sentido cierta predilección por la muchacha, encontrando en ella un encanto modesto, pero picante y fuerte, como el perfume de las hierbas del campo. Pero ahora, en la soledad, María de la Luz le parecía superior a la Marquesita y a todas las cantaoras y mozas de arranque de Jerez.

Sus alhajas, de un valor sólido é intrínseco, sin añagazas de artífice, tenían cierto aire de familia, algo así como un perfume imaginario que hacía reconocerse á las mujeres que las ostentaban.

No había nadie que la auxiliase. No había siquiera agua. Alzó la cabeza del joven, la puso sobre su regazo, le dió aire con su sombrero y le hizo oler un pomito con perfume que traía. Al cabo de pocos minutos abrió los ojos: no tardó en ponerse en pie. Estaba avergonzado de su flaqueza. Clementina se mostraba con él afectuosa y compasiva.

En Egipto había tenido que huir de las caricias decadentes de una condesa húngara, marchita flor de elegancia, de ojos hundidos y violento perfume, que revelaba bajo tersos y juveniles esmaltes la podredumbre de su carne. Estando en Munich cumplió veintiocho años.

aquí la mujer asiática; la mujer del primer período histórico; la esclava del marido, el misterio profano de la familia, el perfume quemado en los altares de Faraon.

Viose repentinamente transportada a las altas esferas que ella no conocía sino por ese brillo lejano, ese eco y ese perfume tenue que la aristocracia arroja sobre el pueblo. Viose dueña del palacio de Aransis, mimada, festejada y querida.

¡Los justos y los dignos deben sufrir para que sus ideas se conozcan y se estiendan! Hay que sacudir ó romper los vasos para derramar su perfume, ¡hay que herir la piedra para que salte la luz! ¡Hay algo providencial en las persecuciones de los tiranos, señor Simoun! Lo sabía, murmuró el enfermo, y por eso excitaba la tiranía...

Lo que a don Quintín le producía más turbadora impresión era el olor que de ella se desprendía: tal vez fuese perfume barato, pero a él se le antojaba efluvio de diosa.