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Gallardo, vuelto de espaldas a estas protestas, saludaba con la muleta y la espada a sus entusiastas. Los insultos del populacho, que siempre había sido su amigo, le dolían, haciéndole cerrar los puños. Pero ¿qué quié esa gente? El toro no daba más de . ¡Mardita sea! Esto son cosas de los enemigos.

Cada pase de muleta iba acompañado de exclamaciones de entusiasmo y gritos de inquietud. Las astas pasaban junto a su pecho; parecía imposible que saliese sin sangre de las acometidas del toro.

Por fin se deshizo el grupo, la muleta quedó en el suelo como un harapo, y el lidiador, libres las manos, salió tambaleándose por el impulso del choque, hasta que algunos pasos más allá recobró el equilibrio. Su traje estaba en desorden; la corbata flotaba fuera del chaleco, enganchada y rota por uno de los cuernos. El toro siguió su carrera con la velocidad del primer impulso.

Tendió el trapo a alguna distancia del toro y comenzó a darle pases con visible recelo, quedando en cada uno de ellos a gran distancia de la fiera y ayudado siempre por el capote de Sebastián. Al permanecer un instante con la muleta baja, hizo el toro un movimiento como para embestir, pero no se movió.

Extendió la muleta, quedando plantado ante el animal, pero a alguna distancia, no como otras veces, en las que enardecía al público tendiendo el trapo rojo casi en el hocico. Notose en el silencio de la plaza un movimiento de extrañeza, pero nadie dijo nada.

Ya se apoyaba en la mesa sobre el codo izquierdo, ya el sobaco derecho montaba sobre el respaldo de la silla, como si esta fuera una muleta, ya en fin, las piernas se extendían sobre la mesa cual si fueran brazos.

Apenas le vieron los espectadores de la primera corrida pasar de muleta a un toro y entrar a matar, estalló el escándalo. ¡Les habían cambiado al «niño» de Sevilla! Aquel no era Gallardo: era otro. Encogía el brazo, volvía la cara, corría con una viveza de ardilla, poniéndose fuera del alcance del toro, sin serenidad para aguardarle a pie firme.

Excitado por la vecindad del caballo muerto, tenía la tendencia de volver a él, como si le embriagase el hedor de su vientre. En una de las evoluciones, el toro, fatigado por la muleta, quedó inmóvil sobre sus patas. Gallardo tenía detrás de él el caballo muerto. Era una mala situación, pero de peores había salido victorioso. Quiso aprovechar la posición de la bestia.

Calmosamente deshizo su muleta, la extendió, avanzando así algunos pasos, hasta pegarse casi al hocico del toro, aturdido y asombrado por la audacia del hombre.

Por más que trabajó, hasta no poder más en los quites, el pobre Cigarrero no consiguió captarse la benevolencia, ni siquiera el perdón del público. El Gordo, en su toro, estuvo como casi siempre, pasando de muleta con maestría y pinchando bastante mal. Lagartijo toreó el suyo sobre corto y con frescura, y se metió por derecho a volapié, dando una buena estocada, pero saliendo trompicado.