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Los Genoveses afrentados de verse tan gallardamente rebatidos de mujeres, obstinadamente peleaban, en caer uno muerto de las escalas, habia otro que se ofrecia al mismo peligro.

Los funcionarios eran para él la oposición, la minoría, la prensa; eran también el país que le vigilaba, le pedía cuentas, le preguntaba por el comercio abatido, por la industria en mantillas, por la agricultura rutinaria y pobre, por el crédito muerto.

«Un dia los hijos del pueblo argentino Orlando sus sienes con lauro divino, Darán á sus manes sagrada ovacion, Y entonces nosotros los Andes cruzando Vereis que volvemos en triunfo llevando Los huesos proscriptos del grande campeon.» * El centinela contempló aquel muerto Que un huracan del mundo arrebató, Y arrodillado sobre el suelo yerto Humilde ante su gloria se postró.

Doña Manuela, al ver a su antiguo dependiente, se ruborizó, como si éste pudiese adivinar los pensamientos que la habían agitado poco antes. El señor Cuadros mostrábase gozoso y radiante, como si le alegrase la noticia que en el patio le había dado Nelet. ¿Conque había muerto el caballo? Vamos, ahora se explicaba por qué iban aquella tarde a pie por la Alameda.

O nunca vista memorable hazaña, Dina de anciano y valeroso pecho, Que no solo á Numancia, mas á España Has adquerido gloria en este hecho! Con tu viva virtud, y heroica, estraña Queda muerto y perdido mi derecho: con esta caida levantaste Tu fama, y mis victorias derribaste.

Hasta recordaba textos de Fray Luis de León en la Perfecta Casada, que, según ella, condenaban lo que estaba haciendo. «Me cegó la vanidad, no la piedad, pensaba». «Yo también soy cómica, soy lo que mi marido». Si alguna vez se atrevía a mirar hacia atrás, a la Virgen, sentía hielo en el alma. «La Madre de Jesús no la miraba, no hacía caso de ella; pensaba en su dolor cierto; ella, María, iba allí porque delante llevaba a su Hijo muerto, pero Ana, ¿a qué iba?...».

Será la próxima vez decía para consolarse al partir sin el hijo de su sobrino. Y pasados unos meses reaparecía, cada vez más grande, más feo, más curtido, con una sonrisa silenciosa que estallaba en palabras ante Ulises, lo mismo que una nube tempestuosa estalla en truenos. A la vuelta de un viaje al mar Negro, doña Cristina anunció á su hijo: Tu tío ha muerto.

Zaratustra y la señora Eusebia le escucharon silenciosos, pero sin participar de su emoción. ¿Conque la chica del Mosco había muerto? ¡Todo sea por Dios!... Y el par de vejestorios replegábase en su egoísmo, sintiéndose más fuerte, más feliz, con la satisfacción de conservar su existencia, mientras la muerte ensañábase con la juventud.

Más admisible era que, si existía un delito, se tratara de un delito de amor. ¿No habría el Príncipe muerto por celos a la Condesa, enamorado nuevamente de ella después de haberla dejado de amar? ¿Y de quién podía haber estado celoso, sino de ese Vérod que se mostraba tan afligido de la muerte de la Condesa, y asumía, sin que nadie se lo pidiera, el papel de acusador y de vengador? ¿O no sería más bien la extranjera quien había cometido el crimen, celosa del amor que tenía por la italiana el hombre que ella amaba?... El delito, quien quiera que fuese el culpable, cualquiera que fuese el móvil, no podía tampoco haberse consumado sin que entre el asesino y la víctima hubiera habido una lucha, aun cuando hubiera sido muy breve; pero ni en el cuarto mortuorio ni en la persona de la muerta se hallaba el menor vestigio de esa lucha.

Cuando volvimos a entrar, es de presumir el que le habría mandado el general a la Gaviota que se quitase los arrumacos, porque salió toda vestida de blanco que parecía amortajada. ¿Un moro? ¡Pero qué moro!, más negro y más feróstico que el mismísimo Mahoma; con un puñal en la mano, tamaño como un machete. Yo me quedé muerto. ¡Jesús María! exclamaron su madre y su abuela.