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Clara se iba á vivir con aquellas misteriosas señoras, en cuya casa, según Coletilla decía, no habían penetrado las ideas del día. Hacía tiempo que él tenía este deseo para vivir más á sus anchas; pero nunca se hubiera atrevido á proponerlo á las tres venerables matronas, si éstas, con una generosidad que él no se cansaba de admirar, no se lo hubieran indicado.

Julio, por su parte, tenía misteriosas ocupaciones que sólo le permitían subir á la cubierta después de media noche. Con la precipitación de un hombre que desea ser visto para evitar sospechas, entraba en el fumadero hablando alto y venía á sentarse junto al marido y sus camaradas.

Sin duda, y también papeles. ¿Papeles? ¿Papeles preciosos? ¡Con qué expresión me preguntáis eso, Marta! dijo Mathys vacilante . ¿Podéis imaginaros que en un cofre así, no se guarda todo lo que uno quiere conservar? En efecto, no hay nada que excite tanto la curiosidad de una mujer como una caja de hierro que parece encerrar cosas misteriosas. Dentro de algunas semanas seré vuestra esposa.

Algunos, al contravenir por descuido la orden, se habían encontrado con las compañeras del príncipe más ligeras de ropa que cuando llevaban su elegante uniforme marino, ó con trajes ricos y exóticos, como figurantas de baile. En los grandes puertos saltaban á tierra por unas horas estas tripulantes misteriosas, vestidas con discreta elegancia y expresándose en diversos idiomas.

Quevedo había hecho llegar, valiéndose de frases hinchadas y misteriosas para obligar á los ciados, una carta al duque de Lerma, una carta que sólo contenía estos tres renglones: «Excelentísimo señor: Tengo en mis manos el cuchillo que puede cortaros la cabeza; pero yo os daré este cuchillo si me dais licencia para hablaros. Francisco de Quevedo

La belleza del paisaje, la dulzura del clima y la tranquilidad de la población, seducen a quien pone los pies en Villaverde; la budística ciudad extiende sus redes misteriosas, y ¡presa segura! De cierto que los villaverdinos no son localistas, a lo menos de un modo común y corriente, de modo que choca, como los hijos de una ciudad vecina.

El español llegó á creer que se dedicaba á la alquimia y otras operaciones misteriosas.

El vestido de Blanca era una antítesis con su serena palidez: una pollera corta de tul de seda color fuego, estrecha, determinaba como un calco las líneas misteriosas del cuerpo, dejando ver bajo el ruedo un zapato de raso del mismo color, sumamente escotado, en el que aparecía el más bello y atractivo pie de mujer.

Y la cadena de agentes, de menor á mayor, se perdía en misteriosas alturas que hacían palidecer á Freya, poniendo en sus ojos y en su voz una expresión de supersticioso respeto. Únicamente le era lícito hablar de sus trabajos, y lo hacía discretamente, contando los procedimientos que había empleado, pero sin nombrar á sus colaboradores ni decir cuál era su finalidad.

¡Ah, los terribles recuerdos! Rafael se revolvía en la cama, creyendo sentir todavía en sus manos el contacto sedoso de las misteriosas interioridades tanteadas ávidamente en la fiebre de la lucha; se imaginaba tener ante sus ojos aquella rápida visión de nieve sonrosada, entrevista como a la luz de un relámpago, mientras el iracundo pie le oprimía el pecho... y revolviéndose furioso entre las sábanas rugía de pasión, mordiendo la almohada: ¡Leonora! ¡Leonora!