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Con esto estaba el Conde tan medroso, Que solo de escribirlo tengo miedo: Parece aqueste caso milagroso, Que estaba el Perú todo, decir puedo, Sin contento, sosiego, ni reposo, Y estábase el ingles allá muy ledo. Juicios son de Dios muy encumbrados, Y no de todos hombres alcanzados.

Arregló su paraguas lo mejor que pudo, y como los ímpetus del viento hubiesen sosegado un instante, saliose del portal, no sin dirigir una mirada de miedo y hostilidad a la gran puerta negra del fondo, en lo alto de la cual ardía tristemente una lamparilla de aceite detrás de una ventanilla enrejada.

El riesgo de su ventura la tenía muerta de miedo. Pensó que acaso fue más allá de lo prudente. ¿Llegaría él a razonar, sentir y disculpar los móviles que la impulsaron, y, sobre todo, a empaparse bien de que eran desinteresados? Si creía que su objeto era atraparle, como en su soez lenguaje dicen los hombres entre , estaba perdida.

Iba calzada con medias rayadas y zapatos bajos, mostrando en cada movimiento las enaguas muy blancas. Sin que incurriese en desvergüenza ni descaro, su figura resultaba tan gallarda y airosa como encantador era su rostro. Se presentó en escena con los ojos turbados del miedo; pero en la segunda salida, al terminar una tirada de redondillas, sonaron unos cuantos aplausos y perdió el temor.

Y añadió con voz débil: Aunque se limasen un poquito las puntas, ¿sabe usted? no tendría inconveniente en aceptarlo... El asunto, después de todo, no exige precisamente que sea a muerte. No me atreví siquiera a aceptar eso. Como no conocía la opinión de usted, tenía miedo que le disgustase... Nada, nada, pues por no hay inconveniente en que se limen. Ahora ya no puede ser.

Mi madre me dice en carta que hoy he recibido, que se dispone a volver de Alemania con la señorita de Orleans; esta joven princesa tiene un miedo terrible al mar y no quiero atravesar la Francia; por estas causas todavía no han resuelto hacer el viaje a España. Ayer fui en compañía de mi cuñado a un pueblecito de Champagne junto al castillo de Peronne, perteneciente a mi familia.

El no estaba seguro de haberle dado las señas con suficiente claridad. Era posible que se hubiese equivocado... Empezó á creer que, efectivamente, se había equivocado. El miedo y la impaciencia le hicieron abrir su puerta, plantándose en el corredor para mirar de lejos el cerrado cuarto de Freya.

Lo que había empezado como ensueños de esperanzas, degeneró en pesadilla de horrores futuros, sustentados y acrecentados por una gerarquía de profesionales en las cosas del otro mundo, que llegaron a constituirse en un segundo poder público, que enseguida vino a ser el más fuerte de los dos, para empezar a declinar, a su turno, cuando empezó a elaborarse la civilización moderna, que tiende a suprimir la tristeza, el dolor, la pobreza de espíritu, la miseria, el miedo y el castigo por la educación, la instrucción y la dignificación.

En su fuga encontró otro picador, repitiendo el salto, el bufido y la huida. Luego tropezó con el tercer jinete, el cual, avanzando la garrocha, le picó en el cuello, aumentando con este castigo su miedo y su velocidad.

Estuve a punto de gritar, pero en seguida pensó que quizás tomaba tal precaución por miedo a que la carta cayese en manos de su hermano. Entonces juzgué que obraba bien y hasta aplaudí su idea por más que se me antojaba que era demasiado cruel el encarnizamiento con que se cebaba en mi desventurada epístola.