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¡Qué hermoso está el terrado hoy! acabó por decir Marta.

Daría gracias a Dios si pudiera sufrir en vuestro lugar, pero... En ese momento se abrió violentamente una de las ventanas del castillo, y una voz irritada llamó al aya por su nombre. Es la condesa exclamó Marta asustada , he dejado pasar la hora... Tenemos que entrar en casa... Alejaos, Catalina. ¡Ay! ¡cómo voy a ser regañada e insultada!

Una especie de velo rojo obscurece mi vista, mis puños se crispan, poco falta para que le arroje su crimen a la cara. Y mientras esa idea me deja inmóvil y helada, ella me toma por el brazo y trata de apartarme para colocarse a la cabecera de Marta. Quizá esperaba intimidarme con ese proceder brutal.

Marta abrió el armario, del cual se escapó el olor especial, fresco y penetrante de la ropa blanca. La niña lo aspiró algunos momentos con delicia mientras hacía hueco, trasladando las piezas de unos estantes a otros, a la nueva ropa que iba a introducir.

En pie se pusieron todos. ¡Tuyo no es nada! contestó el primo Sebastián, que adelantó un paso hacia Bonis, ofreciendo a la consideración de los presentes su fornida musculatura, su corpachón que parecía una fortaleza. Marta, sin pensar en lo que hacía, le apoyó una mano sobre el hombro, como animándole al combate. Se conoce que confiaba más en la pujanza del primo que en la del tío, su futuro.

El color azul, que es el más espiritual, el más puro y el más sublime de los colores, se adaptaba admirablemente al rostro cándido de Marta. El rayo de luz caía sobre él como una caricia del cielo, bañándolo suavemente de una claridad diáfana.

El peligro, a pesar de esto, aun continuaba. Pasados los primeros momentos de efusión, María llamó a su hermana aparte, a un rincón de la sala. Oye, ¿mamá se ha confesado? No. ¿Y por qué no has mandado llamar a un sacerdote?... ¿No veías que estaba en peligro? La verdad era que Marta apenas se había acordado de tal cosa. Además, tenía mucho miedo de asustar a su madre, y que esto le hiciese daño.

Le digo a usted que pasé un día cruel, y que si no hubiera sido por unos parches de sebo, que a medianoche me puso mi hija Marta en las sienes, me hubiese muerto sin remedio, porque don Máximo no tuvo por conveniente mandar encender luz siquiera para verme. Lo que usted indica corrobora más y más mi aserto.

No, yo no leo nada; será aprensión tuya. , ; aquí hay una inscripción... Pero, en fin, no quiero molestarme descifrándola... Todas estas cosas no son más que ridiculeces... Vámonos, chica, vámonos... Dejemos a cada loco con su tema... Y cerrando el cajón con enfado salió de la alcoba, seguido de Marta.

Marta, al entrar en la lancha, había perdido los vivos colores de las mejillas. El sol se acercaba cada vez con más prisa al horizonte. Las señoras veían con recelo crecer la sombra en el cielo como en el mar, dirigiendo miradas inquietas a los marineros. Las frecuentes viradas que las lanchas hacían les retrasaban extraordinariamente.