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De su madre no se olvidó ninguno. A servirla y cuidarla asistían con cariñosa frecuencia, pero nunca iban a verla al mismo tiempo, porque los años, aferrándoles a sus ideas habían exacerbado su doble intransigencia. De hallarse juntos, Marcelo habría tachado de abominables e impíos los trabajos de la ciencia moderna, y Luciano hubiera escarnecido todo respeto a lo sobrenatural y dogmático.

Las fuerzas ciegas del mal iban á correr libres por el mundo. Empezaba el suplicio de la humanidad bajo la cabalgada salvaje de sus cuatro enemigos. Las envidias de don Marcelo El primer movimiento del viejo Desnoyers fué de asombro al convencerse de que la guerra resultaba inevitable.

Doña Luisa aturdía con su pánico al marido. Este pasaba los días en una alarma continua, teniendo que infundir ánimo á su mujer, temblorosa y lloriqueante. «Van á llegar, Marcelo; me lo dice el corazón. Yo no puedo vivir así. La niña... ¡la niñaAceptaba ciegamente todas las afirmaciones de su hermana.

Cuando el uno y los otros volvieron a su ritmo sosegado y normal, llamé a don Sabas y me puse a sus órdenes. Estaba muy cerca de , encaramado en una peña en la actitud de costumbre y empezando a embriagarse por los ojos, y no sin motivo ciertamente. Arrímate un poco acá me dijo desde su pedestal calizo con manchones de musgo y poco más alto que yo . Arrímate, contempla... ¡y pásmate, Marcelo!

Y cuando le dije terminantemente lo que pensaba decirle, se incorporó con la agilidad de un muchacho, me miró con unos ojos en que se pintaba la exaltación de su espíritu resucitado, y exclamó: ¡, Marcelo!... Nada menos que ... ¡el hijo de mi hermano Juan Antonio!... ¡Un Ruiz de Bejos de pura casta, sano y garrido como un trinquete!... Pero ¿lo has pensado... lo has medido bien, hijo mío? ¿No hay en tu arranque algo... vamos, algo de caridá que te ciegue? ¿Sabes bien todo lo que pesa esa carga en un hombre de tu ropaje? ¿Será posible que Dios misericordioso lo haya sido conmigo también en esto que le he pedido tan de veras?

Pura tiniebla decir a mi tío desde el brasero , y a poco más de media tarde. Lo siento por ti, Marcelo... y mira, llama a esas condenadas mujeres para que te traigan una luz y te sea menos triste la soledad... Y en esto golpeaba el suelo desesperadamente con su cachava, haciéndome creer que las tinieblas le entristecían a él más que a .

Era la esposa del conserje, que se había agregado poco antes al grupo de mujeres. ¡No vaya, señor! gritó, cortándole el paso . Lo han matado... acaban de fusilarle. Don Marcelo quedó inmóvil por la sorpresa. ¡Fusilado!... ¿Y la palabra del general?... Corrió hacia el castillo sin darse cuenta de lo que hacía, y se vió de pronto en el salón. Su Excelencia continuaba ante el piano.

Le hallé recogiendo cantos del suelo y cerrando con ellos el boquete de un «morio» que se había desmoronado por allí. Trabajaba con gran parsimonia, y pujaba mucho, sin quitar la pipa de su boca, a cada esfuerzo que hacía, porque ya era viejo. Me saludó muy risueño al verme a su lado, y hasta me llamó por mi nombre, «señor don Marcelo».

Don Marcelo creyó entrever una novela del pasado del conde. Aquel húsar era indudablemente un hijo natural. Su simplicidad no podía concebir otra cosa. Sólo en su ternura era un padre capaz de hablar así... Y casi se sintió contagiado por esta ternura. Aquí dió fin la entrevista. El guerrero le había vuelto la espalda, saliendo del dormitorio, como si desease ocultar sus emociones.

Transcurrió el tiempo para don Marcelo con una desesperante lentitud. Pensó que el mensajero que había salido con el aviso para la trinchera avanzada no llegaría nunca.