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Vengo en un credo. El viejo salió de la sala, como si su comisión le hubiera quitado de encima la mitad del peso de sus años; y la presidenta del duelo, después de ponerse la mantilla y de dar á su fisonomía el aire de compunción de que la había despojado durante la última escena, cuadróse en medio de la reunión, fijó la vista en el suelo y dijo en tono plañidero: Una Salve á la Santísima Virgen del Mar.

Allí los gloriosos inventores de las suertes difíciles, los perfeccionadores del arte, los campeones macizos de la escuela rondeña, con su toreo reposado y correcto; los maestros ágiles y alegres de la escuela sevillana, con sus juegos y movilidades que arrebatan al público... y allí él, que en aquella tarde, embriagado por los aplausos, por el sol, por el bullicio y por la vista de una mantilla blanca y un pecho azul que avanzaban sobre la barandilla de un palco, sentíase capaz de las mayores audacias.

Me parece que aún la estoy viendo el día que se casó, con su mantilla de casco... fué el mismo año y el mismo día que vino la reina... ¡Qué cosas tiene el mundo!... ¡Ayudé a coserle el vestido de novia, y ahora tócame hilvanarle la mortaja! DO

No era la menos humilde, la menos bella y edificante, Pepa Frías. La mantilla negra iba admirablemente a sus cabellos rubios y a su tez blanca y sonrosada. Lo mismo decimos de Clementina Salabert, que era más esbelta, más delicada de facciones y que no le cedía nada en la tersura y brillo de la tez.

La primera vez parecía una gran señora: traía un vestido de gro negro y un sombrero, que ya, ya... Poco después venía vestida de merino y con mantilla, algo desmejorada la cara. A la semana siguiente me pareció que su traje tenía algunas manchas, y sus botas algunos agujeros. Por fin el lunes de la semana pasada vino muy pálida y quejándose del pecho, con la voz ronca.

Y aquella mujer todavía hermosa, con el encanto sabroso de la madurez, que ensanchaba sus formas, aterciopelándolas, parecía complacerse con dolorosa coquetería en apreciar en el espejo, mientras se colocaba la mantilla, las canas que cortaban el esplendor rubio de su cabellera, las ojeras azuladas y dolorosas, su boca plegada por un gesto lloroso, como si estuviera en perpetua oración.

¿Pero si es una capota muy seria, muy religiosa? La mantilla, hija; lo tradicional, lo que llevaban las gentes buenas y antiguas, antes de que llegasen tantas maldades del extranjero.

En esta concurrencia diseminada y distraída por la música, destacábanse las señoritas del Colegio de Doncellas Nobles, jóvenes apenas entradas en la pubertad o soberbias mujeres en toda la amplitud del desarrollo femenil, que miraban con ojos de brasa: todas con traje de seda negra, mantilla de blonda montada sobre la peineta y vistosos golpes de rosas, como damas aristocráticas de gracia manolesca escapadas de un cuadro de Goya.

Había visto primero a otras mujeres junto a la celosía y a doña Ana en oración, junto al altar. Al pasar otra vez había visto ya a la Regenta con la cabeza apoyada en el confesonario, cubierta con la mantilla... y vuelta a pasar y ella quieta... y otra vez... y siempre allí, siempre lo mismo.

Aquí tenemos a la señorita Ritita dijo el barón, viéndola entrar, después de haberse quitado la mantilla . Me parece, señorita, que he tenido la honra de veros esta mañana en la calle de Catalanes. Yo no os vi contestó Rita. Os vi continuó el barón cerca de una cruz grande que está pegada a la pared. Pregunté... Me hago cargo dijo en voz baja Rafael Arias.