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El autor describía pintorescamente algunas comarcas desconocidas y ciertos fenómenos de la mar muy curiosos. La instrucción del P. Gil en las ciencias naturales era limitadísima. En el seminario de Lancia ocupaban éstas un lugar muy secundario: apenas si se les exigía a los alumnos algunas nociones insignificantes de física, química e historia natural.

En el primer número se mostró tan agresivo, tan insolente con el periódico de la capital, que éste, sorprendido e indignado, contestó que ciertas frases del Faro no merecían sino el desprecio. En su consecuencia, don Rosendo comisionó a sus amigos Alvaro Peña y Sinforoso Suárez «para que fueran a entenderse» con el director del Porvenir. Se trasladaron a Lancia y regresaron el mismo día.

La novia se retiró para cambiar de traje. Poco después apareció de nuevo, con el mismo semblante impasible. Según los planes de D. Juan, debían irse inmediatamente para tomar en un pueblo próximo la silla de posta. Los indecentes de Lancia quedarían de este modo chasqueados. Cuando bajaron al jardín, donde esperaba el coche, caía una lluvia menuda y fría.

Aquella misma semana, si Dios quería, contaba dejar a Sarrió y trasladarse de nuevo con sus bártulos a Lancia. Al recibir de sopetón esta noticia don Rosendo se puso pálido. Pero, hombre de Dios, ¿y el número próximo del Faro?

La única persona divertida de Lancia es usted... En cuanto le veo se me suelta la risa sin poderlo remediar. ¿Por qué le llaman a usted Granate? Yo creo que el color de usted más se parece al lapislázuli... ¿Usted habrá tenido esclavos allá en América?... ¡Oh, cómo me gustaría a tener esclavos! ¡Es tan fastidioso eso de pedir las cosas por favor!

Todas las que desde hacía años dirigía al Progreso de Lancia y a otros periódicos de la capital de la provincia, iban escritas en el mismo papel por las dos caras. Aun no sabía que para la imprenta debía escribirse por una solamente. Pero muy pronto adquirió este precioso conocimiento, como hemos de ver.

Aparecía más bien como un joven prudente, reservado, melancólico, de trato cortés y caballeroso, de corazón sensible, lleno de cariño y de respeto hacia su madre. Después que concluyó la carrera tuvo sus anhelos y aun proyectos de salir de Lancia, de ir a la corte, de viajar durante algún tiempo. Bastó, sin embargo, la negativa de la condesa para contenerle y hacerle desistir.

El P. Gil, aunque no se lo confesase claramente, estaba contentísimo de librarse de aquella inquieta y enfadosa beata, que a todas horas le molestaba, y que el día menos pensado podía comprometerle gravemente. Se trató la cuestión de convento. El P. Gil deseaba que fuese al de Agustinas de Lancia, pero la joven prefirió una regla más estrecha.

Lo más exquisito de la sociedad peñasquense se refugió en el pórtico de la iglesia, estableciendo la consabida división de castas. Organizose un paseo inmediatamente donde los forasteros de Lancia pudieran apreciar de un solo golpe de vista todo lo grande y majestuoso que encerraba Peñascosa en su seno.

La sala de lo criminal de la audiencia de Lancia era una pieza rectangular, grande, oscura, polvorienta. Allá en el fondo, debajo de un dosel de damasco marchito, estaban sentados en sendos sillones de terciopelo los tres magistrados que componían el tribunal. A un lado, el acusador privado, con una mesa delante. Enfrente el defensor. El relator en pie, frente al tribunal.