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El insultado clérigo, pocas horas después de recibido el agravio, se dirigió a la Catedral y se puso de rodillas a orar ante la imagen de Cristo, obsequiada a la ciudad por Carlos V. Terminada su oración, dejó a los pies del Juez Supremo un memorial exponiendo su queja y demandando la justicia de Dios, persuadido que no había de lograrla de los hombres.

-Eso juro yo -dijo Andrés-; y ¡cómo que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva; que, según es de valeroso y de buen juez, vive Roque, que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo! -También lo juro yo -dijo el labrador-; pero, por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga.

Salió el pregón del bando por la mañana á recorrer la ciudad, figurando en la comitiva un juez especial que había venido para entender en el asunto y, como era de costumbre, los alguaciles y el pregonero.

Recibiéron las dádivas del monarca el juez qus habia dado su caudal, el amante que habia casado á su amada con su amigo, y el soldado que ántes quiso librar á su madre que á su dama; y Zadig obtuvo la copa.

Pero, al fin, le desató y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contalle punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las setenas. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo.

Mientras el juez y el médico entraban en la pieza vecina, donde una dolorosa sorpresa les aguardaba, le Tas arrastró al conde hasta la cama, le obligó a mirar a su antigua amante y le hizo oír una oración fúnebre que le puso el cabello de punta.

Vérod cayó de rodillas, rompiendo a llorar. Y en medio de su llanto oyó claramente la voz que le decía: «Perdona...» Al día siguiente le llamó el juez. Era la primera vez que se encontraba ante el magistrado desde el día en que éste, después de triunfar sobre sus argumentos, le había dicho que creyera en el suicidio.

Los Dandolo y los Vitré, el doctor Delviniotis, el juez y el capitán pasaban algunas veces días enteros alrededor de la hermosa enferma. Ella los retenía con alegría, sin darse cuenta del motivo secreto que la hacía obrar así. Es que ya comenzaba a evitar las ocasiones de encontrarse sola con su marido.

Su cadáver fue enterrado en la Iglesia de San Pedro, el día seis de Diciembre de 1427, y para sustituirle fue nombrado juez de Teruel, D. Martín de Orihuela.

¡Jesús! ¡Está usted herido! exclamó el padre Gil, viendo correr algunas gotas de sangre por las mejillas de su compañero. Al mismo tiempo le levantó un poco el sombrero y vio que tenía un fuerte golpe en la frente, de donde partía la sangre. ¡Pero esto es una indignidad! Vamos a dar parte en seguida al juez...