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En el mismo instante, la joven, sonriendo, tomó el brazo que le ofrecía Martholl, y entonces Juan se lanzó a las espesas sombras del jardín, para no ver más nada. Los días que siguieron al paseo por Saint Jouin fueron para Juan largos y penosos. Para emplear el tiempo, tomaba su bicicleta y recorría cada día, a toda velocidad, los alrededores de Etretat.

La joven inclina su cabeza sobre el pecho de Juan, le echa los brazos al cuello y llora. Al día siguiente dice Gertrudis: Ayer me porté como una chiquilla, Juan, y creo que, a poco más, caigo al agua. Ya habías perdido el equilibrio dice él. Y se estremece al recordar el terrible instante. Una sonrisa sentimental pasa por los labios de Gertrudis.

A los disparos acudió gente: el mayordomo, su mujer, sus nueve hijos, el capataz, la cocinera, varios peones... Todos contemplaban consternados los cinco cadáveres inocentes... ¡Pero, don Juan! exclamó el mayordomo sin poderse contener. ¡Ha matado usted todos los cisnes!... Y un ganso viejo apuntó la cocinera.

D. José Antonio Capdevila, se dijo: Que se conformaba con el voto del Sr. Dr. D. Luis Chorroarin. Por el Sr. D. Juan de la Elguera, se dijo: Que se conformaba en todas sus partes con el voto del Sr. Oidor D. Manuel de Reyes. Por el Sr. D. Andres de Lezica, se dijo: Que se conformaba en todo con el parecer del Sr. D. Pascual Ruiz Huidobro, teniendo el Sr. Síndico Procurador voto decisivo en todo.

Basta con lo dicho para apreciar la pasión desenfrenada por el lujo que dominaba entonces á la sociedad española, que no decayó tampoco en los reinados de Enrique IV y de los Reyes Católicos, y como muestra de la pompa, verdaderamente oriental, con que se ataviaron nuestros monarcas, véanse las riquísimas vestiduras que ostentan las estátuas yacentes de Don Juan I y su mujer en la Cartuja de Mirafiores, la del infante don Alonso en el mismo templo, la de Juan de Padilla y otras que sería enojoso mencionar.

¿Y cómo le pondríais á prueba? Perdonad; pero al sólo pensamiento de perderos, pasan por horribles tentaciones. No... no moriréis... dijo Dorotea extendiendo hacia don Juan una mano y dejándosela besar. Dorotea sufrió sin alterarse, sin estremecerse, los apasionados besos de que don Juan cubrió su mano.

Su mirada se posaba serena y fija en Juan Montiño, y su mano derecha tenía suspendida una pluma sobre un papel, como quien interrumpe un trabajo importante á la llegada de un extraño. La primera impresión que Juan Montiño sintió á la vista del religioso, fué la de un profundo respeto. Había algo de grande en el reposo, en la palidez, en lo sereno y fijo de la mirada de aquel religioso.

El escrito de apelacion que esto contenia fué presentado por el bachiller Diego Rodriguez de Jaen con su carta de poder en 8 de julio de 1472, en la villa de Montemayor, por ante Juan Gonzalez y otros escribanos y notarios públicos, en las casas mismas donde tenia su habitacion el obispo D. Pedro, y hallándose presente su ilustrísima.

Oía reír a Huberto y a Diana. ¿De qué? Ella nada había comprendido. Ellos seguían la pieza, sin duda; trató de hacer como ellos, de dirigir su espíritu fugitivo a la obra, pero fue en vano: la imagen de Juan reaparecía. Lo veía alineando cifras a la luz triste de la habitación. No era como los otros, Juan no se parecía a ninguno de los que la rodeaban.

Para Juan el mundo estaba circunscripto a la fábrica y a la familia de Aubry; pero si no había sentido tentaciones de ampliar este círculo estrecho, de buscar fuera de él, el ideal a que todo hombre aspira, era porque lo tenía en ellas.