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El suave lejano rumor de las olas henchía el ambiente dormido de un murmullo sordo. La pequeña ensenada sólo vivía del juego movible de la luz que la bañaba de una claridad sangrienta que se iba retirando lentamente detrás de las peñas. Tan absorto estaba, que D.ª Josefa necesitó llamarle tres veces desde la puerta para conseguir que se volviese. ¿Qué hay?

En agosto de 1690 hizo su entrada en Lima el excelentísimo señor don Melchor Portocarrero Lazo de la Vega, conde de la Monclova, comendador de Zarza en la Orden de Alcántara y vigésimo tercio virrey del Perú por su majestad don Carlos II. Además de su hija doña Josefa, y de su familia y servidumbre, acompañábanlo desde México, de cuyo gobierno fué trasladado a estos reinos, algunos soldados españoles.

Por lo demás, fuera de aquella maligna intención para herir en lo vivo a las personas, en lo cual podía competir y aun creemos que aventajaba a María Josefa, era un ser útil y servicial. Su malignidad, al cabo de todo, era resultado de la que a él se le mostraba. Sus habilidades muchas y varias. Trabajaba el punto de crochet que daba gloria. Las colchas que él hacía no tenían rival en Lancia.

Pero la hermana, Doña Josefa, dice que venga la mitra, y sea donde Dios quisiere, que ella no teme ir al fin del mundo, con tal de ver al reverendísimo en el puesto que le corresponde. Puede que tenga razón. ¿Y qué hemos de hacer nosotras más que conformarnos con la voluntad del Señor, si nos llevan tan lejos al que, amparándote a ti, a también me ampara?

Oiga usted, señá Josefa, hable usted bien y no mienta, que yo no doy palmaditas a las criadas. ¿Qué concepto va a formar de este señor? El que usted merece, mal bicho. Le he guipao una vez dándole palmaditas, otra cogiéndola por la barba, yo no quiero escándalos en mi casa, ¿estamos?

Usted trabaja demasiado... Esos dichosos libros, que quisiera ver quemados... Aquí D.ª Josefa enjaretó una larga catilinaria, declarándose en principio sectaria devota del califa Omar. El P. Gil la atajó antes de terminar. ¿Qué venía usted a decirme, D.ª Josefa? ¡Ah, se me olvidaba! Su madrina manda recado de que el hermano se está muriendo: que vaya usted en seguida y que lleve los santos óleos.

Esta es la verdadera; esta la que hemos de buscar y encontraremos con la ayuda del Sr. de Cedrón y de su digna hermana Doña Josefa, y de su sobrina Doña Patros... Usted me negará que la conoce, por hacer un misterio de su virtud y santidad; pero esto no le vale, no señor.

A casa de María Josefa Hevia y de las de Mateo solía ir por la mañana, sin detenerse mucho, dando una vuelta para enterarles de lo que se decía o inspeccionar sus labores. Alguna noche iba también a casa de las señoritas de Meré. ¡Aquí tenemos al conde! exclamó con su peculiar entonación afeminada. ¡Ay, qué condecito tan guasón! ¿Pues? preguntó éste acercándose. Pregúntaselo a Amalia.

Un día, comiendo, tiró Carolina del mantel, rompió los platos, derramó el contenido de ellos y la sal y el vino, y se encerró en su cuarto, donde estuvo llorando tres horas. A las pobrecitas Rosa y Josefa que hasta el Otoño anterior habían vestido de corto, las obligaba a confesar todos los meses. ¡Inocentes!, ¿qué pecados podían tener, si ni siquiera tenían novio?

La compasión de las señoras volvió a romper en exclamaciones apasionadas. Todas querían besarlo y calentarlo contra su seno. Por fin, María Josefa logró apoderarse de él, lo sacó del canasto y envolviéndolo con el paño con que venía cubierto, lo acarició tiernamente. Un papel se había desprendido de las ropas de la criatura al sacarla y había caído al suelo. Manuel Antonio lo recogió.