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Esa doña Jacinta, esposa de tu señor, quiere mucho a mi niña, y le compra ropa y le da el toque por llevársela consigo; como que está rabiando por tener chiquillos y el Señor no se los quiere dar. Mal hecho, ¿verdad? Pues los hijos deben ser para los ricos y no para los pobres, que no los pueden mantener». Fortunata se manifestó conforme con estas ideas.

«Señora dijo, encantando a Jacinta con su metal de voz argentino y su pronunciación celestial . Yo no me pinté la cara el otro día...». ¡ no...!, ya lo sabía. Eres muy aseada. No, no me pinté repitió acentuando tan fuertemente el no con la cabeza, que parecía que se le rompía el pescuezo . Esos puercachones me querían pintar, pero no me dejé. Jacinta y Rafaela estaban embelesadas.

Un instante se vieron solos Juanito y su mujer, y pudieron decirse cuatro palabras. Jacinta quiso hacerle una pregunta que tenía preparada; pero él se anticipó dejándola yerta con esta cruelísima frase, dicha en tono cariñoso: «Nena, ven acá, ¿con que hijitos tenemos?».

¿Se parece? preguntó Jacinta no pudiendo expresarse bien, porque se le caía la baba, como vulgarmente se dice. ¡Que si se parece! observó Barbarita tragándole con los ojos . Clavado, hija, clavado... ¿Pero qué duda tiene? Me parece que estoy mirando a Juan cuando tenía cuatro años.

En honor de la verdad, se ha de decir que Santa Cruz amaba a su mujer. Ni aun en los días que más viva estaba la marea de la infidelidad, dejó de haber para Jacinta un hueco de preferencia en aquel corazón que tenía tantos rincones y callejuelas. Ni la variedad de aficiones y caprichos excluía un sentimiento inamovible hacia su compañera por la ley y la religión.

Ya quisieran muchos niños, cuyos papás gastan levita y cuyas mamás se zarandean por ahí, estar tan lucidos y bien apañados como están los de Guillermina». Jacinta se iba convenciendo, y cada vez sentía menos fuerza para oponerse a las razones de aquel excelente hombre.

«¿En dónde está el Pitusopreguntó Jacinta a mitad del camino. Izquierdo miró al patio donde jugaban varios chicos, y no viéndole por ninguna parte, soltó un gruñido. Cerca del 17, en uno de los ángulos del corredor había un grupo de cinco o seis personas entre grandes y chicos, en el centro del cual estaba un niño como de diez años, ciego, sentado en una banqueta y tocando la guitarra.

Vaya... di que no me he lucido... En fin, no se habla más de eso. Di si me quieres, o no... pero pronto, pronto. Al otro día, en las alturas de Tibidabo, viendo a sus pies la inmensa ciudad tendida en el llano, despidiendo por mil chimeneas el negro resuello que declara su fogosa actividad, Jacinta se dejó caer del lado de su marido y le dijo: «Me vas a satisfacer una curiosidad... la última».

Jacinta no pudo hablar con este; pero se sorprendió mucho de verle risueño y de la mirada maliciosa y un tanto burlona que su marido le echó. Fueron todos a almorzar y el misterio continuaba. Cuenta Jacinta que nunca como en aquella ocasión sintió ganas de dar a una persona de bofetadas y machacarla contra el suelo.

Ya lo creo... indicó Jacinta con orgullo . Pero no; él es bueno ¿?, y quiere también a su abuelita, ¿verdad? Al retirarse, iban por la calle tan desatinadas la una como la otra. Lo dicho dicho: aquella misma noche hablarían las dos a sus respectivos maridos. Aquel día, que fue el 25, hubo gran comida, y Juanito se retiró temprano de la mesa muy fatigado y con dolor de cabeza.