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En fin, me contenté con escribir al señor Laubepin, que mi situación podía hacérseme intolerable, bajo ciertas faces, de un instante á otro, y que ambicionaba ávidamente cualquier empleo, si menos retribuído, más independiente. Desde el día siguiente, me presenté en el castillo, donde el señor de Bevallan me acogió con cordialidad.

Y dio dos pasos hacia la puerta. Escúchame un instante insistió él deteniéndola . Sólo un instante. Tengo fortuna sobrada; mi viaje, según cree todo el mundo, se verificará esta noche. Estamos en un país libre, iremos a otro más libre aún. En los Estados Unidos nadie le pregunta a nadie de dónde viene, ni adónde va, ni quién es, ni qué hace. Nos vamos juntos. La vida juntos ¿oyes? la vida.

Todas estas circunstancias agitaban el corazon de Orellana, pero al propio tiempo le afirmaban en su determinacion, deseoso de evitar tan lamentables y extraordinarios males. Lleno, pues, de estos pensamientos, y de amor y celo por los intereses de S.M., no dudó un instante sacrificarse en su servicio.

Un instante tuvo la idea de que quizá la joven no había puesto seriamente su proyecto en ejecución; pero la desechó inmediatamente. Había aprendido a conocerla demasiado en otras circunstancias para poder creerla capaz de una falta de valor, de un desfallecimiento de la voluntad.

Si no me altero, ché repuso Melchor apaciblemente; pero alzando de nuevo el tono de la voz exclamó; ¡sólo que no le voy a permitir a Lorenzo ni a nadie, que me falte en mi casa! Yo soy incapaz de ofenderte dijo Lorenzo en el mismo instante en que entrando al comedor y dirigiéndose a Melchor, dijo Baldomero: Quiere venir un momento, don Melchor... ¿Para qué?...

Sollozos desolados, desesperados, la sofocaban ahora, a cada instante; y aquellas gotas ácidas que corrían hasta su labio, aquel olor de llanto y de angustia apresuraron su pérdida.

Caminaron todos hacia la terraza del café para presenciar la ceremonia del bautismo femenil. Mrs. Lowe, con el instinto de solidaridad que hace adivinar a toda mujer el instante oportuno de ayudar a una amiga, permaneció agarrada de un brazo de Maud, interponiéndose entre ella y Fernando.

Julita se arrimaba a la pared, sujetándose la cintura con las manos para no desternillarse de risa. Enrique de pie, cerca de la puerta, sonreía un poco avergonzado. Miguel siguió al instante el ejemplo de su hermana. La cosa no merece tanta risa concluyó por decir el primo, amostazado. Pero ni Julia ni Miguel hicieron caso.

En aquel instante entró en la sala un personaje grave, al cual saludaron todos con el mayor respeto. Era D. Juan María Villavicencio, gobernador de la ciudad, varón estimabilísimo, buen patriota, instruido, algo filósofo y hábil por demás en el conocimiento y trato de las gentes. Ya tenemos datos, Sr. Villavicencio dijo la marquesa, contándole lo del <i>Deucalión</i>.

En dolorosa incertidumbre pasó la noche, despertando a cada instante al aguijonazo de su idea candente y aguda. El cuerpo dormía y la idea velaba. No podía la esposa mirar sin envidia la dulce paz de aquella conciencia que a su lado yacía. El dormir de D. Francisco era como el de un mozo de cuerda que ha tenido mucho trabajo durante el día y que al cerrar los ojos se quita de encima también todas las cargas del espíritu. ¡Dichoso hombre!