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El gran satírico de Roma lo consigna en sus versos: Pocos son los tiranos y los reyes que descienden al infierno con muerte sosegada y pacífica y sin violencia ni sangre. La religión de Cristo ha mitigado este furor de celebridad.

Andaba en tratos con viejas tenidas por brujas, consultaba a curanderos hebreos, se encerraba en su dormitorio con toda esta gente sospechosa, y los vecinos temblaban viendo a altas horas de la noche sus ventanas inflamadas por un fuego de infierno. Algunos de sus esclavos languidecían, pálidos, como si les chupasen la vida.

¡Toma!, también latín; pero mi señora madre mandó que no me atarugasen la cabeza de latín, puesto que no era necesario; y por último, D. Paco dijo que con saber un poquito de Musa musæ bastaba. ¿Y qué libros ha leído usted? Nada más que la Guía de Pecadores, donde está aquello del Infierno.

Mas yo tambien te digo, que tu eres Pedro: y šobre ešta piedra edificaré mi Iglešia: y las puertas del infierno no prevalecer

4 ¿Cómo pues se justificará el hombre con Dios? ¿Y cómo será limpio el que nace de mujer? 5 He aquí que ni aun la misma luna será resplandeciente, ni las estrellas son limpias delante de sus ojos. 1 Y respondió Job, y dijo: 4 ¿A quién has anunciado palabras, y de quién es el espíritu que de ti sale? 6 El sepulcro es descubierto delante de él, y el infierno no tiene cobertura.

Los campos secos de Sagunto recordábalos como un infierno de sed, del que afortunadamente se había librado. Ahora se veía de veras en el buen camino. ¡A trabajar!

Miraba a esas mujeres alegres, cantando todo el día, apasionadas en el baccará de la noche, con un sentimiento de real compasión simpática. No iban al infierno de Panamá, arrastrados por la sed del oro, porque, si sus amantes hubieran tenido dinero, no habrían por cierto dejado la Francia; no ignoraban los peligros que corrían, porque M. Blanchet, el ingeniero en jefe del canal, acababa de morir.

El rey, sin embargo, padeció tanto o más que el patriarca de Oriente. Su fe y su esperanza le sostuvieron. Bien puede asegurarse que el rey creyó que tanto tormento fue prueba y no castigo: no anticipado infierno o purgatorio, sino crisol candente del oro de sus virtudes.

Ahora el pecado era algo más que el adulterio repugnante, era la burla, la blasfemia, el escarnio de Jesús... y era el infierno. Si caía en los lazos de la tentación, ¿quién la consolaría cuando viniese el remordimiento tardío? ¿cómo llamar a Jesús otra vez? ¿cómo pensar en Teresa, que jamás había caído? No, no la llamaría, preferiría morir desesperada y sola. ¿Pero después?

En seguida me asaltó el pensamiento de que su amor mal pagado podría ser la causa de la enfermedad. ¿Por qué la he mirado con las mismas miradas de fuego con que ella me miraba? ¿Por qué la he engañado vilmente? ¿Por qué la he hecho creer que la quería? ¿Por qué mi boca infame buscó la suya y se abrasó y la abrasó con las llamas del infierno?