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El concierto duró más de diez minutos. El cuervo, posado en el árbol seco, no se movía. Robin hubiera querido huir; rezaba, llamaba en su auxilio a todos los santos, y muy particularmente a su patrón, del que son muy devotos los pastores de la sierra. Pero los lobos continuaban aullando, y sus alaridos eran repetidos por los ecos del Blutfeld.

El Magistral siguió adelante, dio vuelta al ábside y entró en la sacristía. Era una capilla en forma de cruz latina, grande, fría, con cuatro bóvedas altas. A lo largo de todas las paredes estaba la cajonería, de castaño, donde se guardaba ropas y objetos del culto. Encima de los cajones pendían cuadros de pintores adocenados, antiguos los más, y algunas copias no malas de artistas buenos. Entre cuadro y cuadro ostentaban su dorado viejo algunas cornucopias cuya luna reflejaba apenas los objetos, por culpa del polvo y las moscas. En medio de la sacristía ocupaba largo espacio una mesa de mármol negro, del país. Dos monaguillos con ropón encarnado, guardaban casullas y capas pluviales en los armarios. El Palomo, con una sotana sucia y escotada, cubierta la cabeza con enorme peluca echada hacia el cogote, acababa de barrer en un rincón las inmundicias de cierto gato que, no se sabía cómo, entraba en la catedral y lo profanaba todo. El perrero estaba furioso. Los monaguillos se hacían los distraídos, pero él, sin mirarles, les aludía y amenazaba con terribles castigos hipotéticos, repugnantes para el estómago principalmente. El Magistral siguió adelante fingiendo no parar mientes en estos pormenores groseros, tan extraños a la santidad del culto. Se acercó a un grupo que en el otro extremo de la sacristía cuchicheaba con la voz apagada de la conversación profana que quiere respetar el lugar sagrado. Eran dos señoras y dos caballeros. Los cuatro tenían la cabeza echada hacia atrás. Contemplaban un cuadro. La luz entraba por ventanas estrechas abiertas en la bóveda y a las pinturas llegaba muy torcida y menguada. El cuadro que miraban estaba casi en la sombra y parecía una gran mancha de negro mate. De otro color no se veía más que el frontal de una calavera y el tarso de un pie desnudo y descarnado. Sin embargo, cinco minutos llevaba don Saturnino Bermúdez empleados en explicar el mérito de la pintura a aquellas señoras y al caballero que llenos de fe y con la boca abierta escuchaban al arqueólogo. El Magistral encontraba casi todos los días a don Saturnino en semejante ocupación. En cuanto llegaba un forastero de alguna importancia a Vetusta, se buscaba por un lado o por otro una recomendación para que Bermúdez fuese tan amable que le acompañara a ver las antigüedades de la catedral y otras de la Encimada. Don Saturnino estaba muy ocupado todo el día, pero de tres a cuatro y media siempre le tenían a su disposición cuantas personas decentes, como él decía, quisieran poner a prueba sus conocimientos arqueológicos y su inveterada amabilidad. Porque además del primer anticuario de la provincia, creía ser y esto era verdad el hombre más fino y cortés de España. No era clérigo, sino anfibio. En su traje pulcro y negro de los pies a la cabeza se veía algo que Frígilis, personaje darwinista que encontraremos más adelante, llamaba la adaptación a la sotana, la influencia del medio, etc.; es decir, que si don Saturnino fuera tan atrevido que se decidiera a engendrar un Bermúdez, este saldría ya diácono por lo menos, según Frígilis. Era el arqueólogo bajo, traía el pelo rapado como cepillo de cerdas negras; procuraba dejar grandes entradas en la frente y se conocía que una calvicie precoz le hubiera lisonjeado no poco. No era viejo: «La edad de Nuestro Señor Jesucristo», decía él, creyendo haber aventurado un chiste respetuoso, pero algo mundano. Como lo de parecer cura no estaba en su intención, sino en las leyes naturales, don Saturno así le llamaban después de haber perdido ciertas ilusiones en una aventura seria en que le tomaron por clérigo, se dejaba la barba, de un negro de tinta china, pero la recortaba como el boj de su huerto. Tenía la boca muy grande, y al sonreír con propósito de agradar, los labios iban de oreja a oreja. No se sabe por qué entonces era cuando mejor se conocía que Bermúdez no se quejaba de vicio al quejarse del pícaro estómago, de digestiones difíciles y sobre todo de perpetuos restriñimientos. Era una sonrisa llena de arrugas, que equivalía a una mueca provocada por un dolor intestinal, aquella con que Bermúdez quería pasar por el hombre más espiritual de Vetusta, y el más capaz de comprender una pasión profunda y alambicada. Pues debe advertirse que sus lecturas serias de cronicones y otros libros viejos alternaban en su ambicioso espíritu con las novelas más finas y psicológicas que se escribían por entonces en París. Lo de parecer clérigo no era sino muy a su pesar.

No menos confusa y turbada parecía Margarita, y agitábasela el seno, como si una potente fuerza dentro de él se hubiera conmovido inquieta.

Yo hubiera deseado mucho que Nancy hubiera tenido la suerte de encontrar una niña como ésa para criarla dijo Priscila a su padre, estando sentados en el cabriolé . Yo hubiera podido pensar entonces en algo joven, además de los corderos y los terneros. , querida, dijo el señor Lammeter ; se siente eso cuando se entra en años. La vida les parece triste a los ancianos.

Aquella distinguida sociedad vino provista de aquella exuberancia de animación, alegría y locuacidad, sin freno ni respeto alguno para el anfitrión, que la mayor parte distribuyó del modo más generoso posible, principalmente a costa de los festejados. La cosa hubiera terminado con escándalo, a no pertenecer los actores a la más alta escala social.

El primero que rompió la palabra fue Pablo, que dijo: Eres ... ¡Eres !... Después le ocurrieron muchas cosas, pero no pudo decir ninguna. Era preciso para ello que hubiera descubierto un nuevo lenguaje, así como había descubierto dos nuevos mundos, el de la luz, y el del amor por la forma.

Todas las gentes de la aldea hicieron notar con cierta irritación que todo el mundo, salvo una criatura ciega como Marner, hubiera visto al hombre merodeando por allí. En efecto, ¿cómo explicaría que hubiese dejado su caja de yesca en el foso, al lado de la choza, si no hubiese andado vagando por allí? Sin duda alguna, había hecho sus observaciones al ver a Marner en la puerta.

Pues qué, ¿no podía ella ser todo lo santa que quisiese sin avergonzarse de , aunque fuese de un modo involuntario? ¿Si ella se hubiese criado en el abandono en que yo me crié, hubiera sido más que yo virtuosa y honrada? En el abismo de mi alma ocultaba yo mis cavilaciones. No hallaba términos con que declarárselas a Lucía, ni con qué darle al menos leve indicio de ellas.

Babuco le dió cien daricos de oro, diciendo: Si no hubiera cosas peores en la ciudad, poco motivo tuviera Ituriel para estar tan enojado. Fué de allí á pasar la tarde á las tiendas de mercaderes de magnificencias superfluas. Llevóle un sugeto inteligente que se habia hecho amigo suyo, compró lo que halló de su gusto, y con muchas cortesías se lo vendiéron mucho mas caro de lo que valia.

Lanzó un gemido lastimero y se apartó de la barandilla, encolerizadísimo, importándole un bledo cuanto sucedía en la calle. ¡Dios mío, cómo gritan! gruñó, imaginándose las bocas muy abiertas, con las muelas no atormentadas por el dolor. A no ser por el que le hacía ver las estrellas, hubiera podido gritar como los demás, quizá más fuerte aún.