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Lope de Rueda fué en España ejemplo Destos preceptos, y hoy se ven impresas Sus comedias de prosa tan vulgares Que introduce mecánicos oficios Y el amor de una hija de un herrero; De donde se ha quedado la costumbre De llamar entremeses las comedias Antiguas, donde está en su fuerza el arte, Siendo una acción y entre plebeya gente, Porque entremés de rey jamás se ha visto.

Esta calma desconcertó un poco a Febrer. «¡Vive Dios! ¿No había adivinado sus intenciones?...» Le exasperaba la frialdad del herrero, y al mismo tiempo infundíale un vago agradecimiento el hecho de permanecer de espaldas a él, tranquilamente, con la confianza de que el señor de la torre era incapaz de aprovecharse de esta situación para dispararle un escopetazo traidor. Cesó de sonar el martillo.

Un año antes un herrero, fanático como toda la demas gente de baja condicion, habia movido un gran motin contra los conversos ó cristianos nuevos, cometiendo grandes robos, incendios y atropellos en las viviendas de aquellos presuntos apóstatas, y matando á muchos.

El Capellanet regocijábase pensando en los mozos arrogantes que iba a conocer. Todos le tratarían como un compañero, por ser hermano de la novia; pero de estas futuras amistades la que más le halagaba era la de Pere, apodado el Ferrer por su oficio de herrero, un hombre cercano a los treinta años, del que se hablaba mucho en la parroquia de San José. El muchacho lo admiraba como gran artista.

Febrer reconoció a la mujer. Era la tía del herrero, la tuerta de que le había hablado el Capellanet, la única compañera del Ferrer en su bravia soledad.

D. Alonso de Aguilar dió muerte por su mano al herrero y tuvo que refugiarse con muchos conversos en el alcázar viejo, guareciéndose allí contra el furor de la plebe.

Y entonces, con femenil inconsecuencia, echó a correr hacia el colegio y se encerró con llave en su cuarto. Durante la cena, mientras estaba sentada a la mesa con su huéspeda, la mujer del herrero, se le ocurrió a doña María preguntarle con gazmoñería si su marido atrapaba curdas con frecuencia.

Era como si un herrero martillase junto al mismo corazón, remachando a fuego una pieza nueva que se acababa de echar. «Esto es horrible. Si rompe, que rompa de una vez. ¡Ay de !... Si me quisiera, el corazón se me curaría; como que no es enfermedad lo que tiene, sino impaciencia... hormiguilla... ¿Qué habré hecho yo para ser tan desgraciado?

Pero sus ojos fríos eran incapaces de transparentar ninguna impresión. Avanzó Jaime ante la fragua con la mirada fija en el herrero, una mirada de reto que el otro pareció no comprender. Ni una palabra, ni un saludo.

¿Pero qué jerga es esa? ¿Qué demonios tiene eso que ver con lo que te pregunto? Usted no cae en la cuenta contestó el socarrón del abate, porque no sabe que esas dos señoras viven en la misma buhardilla en que hace diez años vivió la hija del herrero, Josefita Pandero, de quien anduvo tan enamorado el conde de Valdés de la Plata: es decir, en el número 6 de la calle de Belén.