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Habían entrado en la finca algunos paisanos de los que bebían en el lagar, para seguir haciéndolo en compañía del excusador y Celesto. La tía Eugenia charlaba con la tabernera algo más lejos. Al cabo de un rato había estallado ya fuerte disputa metafísica entre don José y el seminarista, que los aldeanos escuchaban boquiabiertos. Versaba sobre la diferencia que existe entre la sustancia y el atributo, las cosas que existen per y las que sólo existen con relación a otras. Los campeones sostenían encendidos, encolerizados, sus opiniones, tomando como ejemplo para la defensa los objetos tangibles que tenían delante, el jarro, los vasos, los tenedores. Tanto se fue enredando la disputa y tan altas fueron las voces, que Andrés y sus amigos se acercaron. Y pasando de lo abstracto a lo concreto, llegaron a proferirse de la una y la otra parte palabras insultantes y feas. Por último, sonó una bofetada. Hubo datos al instante para creer que quien la había recibido era la mejilla izquierda de Celesto; el cual, lejos de presentar la derecha, como aconseja el Evangelio, se fue sobre el diminuto eclesiástico, iracundo y encrespado, y seguramente le hubiera causado algún grave desperfecto con sus manos sacrílegas a no haberle tenido Andrés y los paisanos. Con todo, mientras hacía inútiles esfuerzos por desasirse, anunciaba verbalmente su intención irrevocable de cortar las orejas al excusador.

La biblioteca se hallaba en una de las dos torres cuadradas que la casa tenía a los lados. Había una pequeña antesala sin mueble alguno, con puerta de madera sin pintar, charolada por el uso, que el viejo empujó, diciendo: Álvaro, aquí tienes al señor excusador, que desea hablarte.

Ya comprenderá usted que en una parroquia tan extensa como ésta no han de ser cortos. Pero D. Miguel perdonará muchos de ellos replicó la señora, con una leve inflexión cómica en la voz. Es posible, señora. Por mi parte, no lo he visto repuso con perfecta ingenuidad el excusador. D. Narciso y D. Joaquín, el capellán de la señora de Barrado, cambiaron una rápida mirada significativa.

Lo mismo D. Joaquín el capellán y mayordomo de la señora de Barrado que el P. Melchor, enemigos natos del joven excusador, vomitaban veneno contra él, como es lógico. Pero había otros cuantos clérigos en Peñascosa que se habían mostrado siempre imparciales. A éstos procuró atraérselos pintándoles el lance desde otro punto de vista, asegurando que tenía motivos secretos para saberlo.

Pero esto no es privativo de Peñascosa. Lo mismo sucede en Sarrió y en Nieva. De otro modo, ¿cómo sería posible la vida en estas villas insignes? Contra el parecer de D. Peregrín se hallaban todas las personas sensatas de la población. Unos por afectos al excusador, otros por timoratos, otros porque no veían motivo para armar un escándalo, casi todos aconsejaron a Osuna que se estuviese quedo.

¿Qué es esto?... ¿Qué es lo que pasa? ¡Mi hija!... ¡Dios mío! clamó Osuna, apresurándose a reconocerla. Oiga usted, ¡sucio, canalla, desorejado! profirió D. Peregrín, dirigiéndose al excusador. ¿Qué situación es ésta para un sacerdote? ¿No se le cae la cara de vergüenza?

En vez del rostro pálido y descompuesto que pensaba hallar, pudo observar la fisonomía más plácida y feliz que jamás había visto en su vida. En la mirada que el excusador le dirigió, después de encender, brillaba una alegría tan pura como si hubiese venido a noticiarle que le habían hecho obispo. El juez dio un paso atrás y le clavó los ojos con desconfianza.

Estoy dispuesto a seguirle al instante... Si usted me permite, encenderé el quinqué para quitarme las zapatillas y ponerme los zapatos... Todo lo que usted quiera, señor excusador se apresuró a decir. Puede usted tomarse el tiempo que guste y mandar a la cárcel cuantos efectos tenga por conveniente. El sacerdote sacó un fósforo y se dispuso a encender el quinqué. El juez quedó estupefacto.

Así que se imponía este sacrificio con la satisfacción del que padece por el ser adorado. Pero llegó a ser un tormento superior a sus fuerzas. Su loca pasión, en vez de calmarse, cada día se exaltaba más. No vivía más que con la imagen del joven excusador. Hasta en sueños le veía. Y su fantasía desarreglada le forjaba un sin fin de ilusiones.

Con astucia le iba atrayendo a la determinación que ella deseaba, haciéndole entender, cada vez con más fuerza, que si se negaba a acompañarla se marcharía sola. Esto le parecía al excusador el colmo del escándalo. Además, se expondría a mil accidentes lamentables, y acaso a su perdición completa. Consentirlo, era echar sobre la conciencia una terrible responsabilidad.