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Las numerosas casillas de la hoja aparecían cubiertas de sellos, excepto dos de ellas que estaban en blanco; en ambas decía arriba: Masónico, y abajo: Marqués de Sabadell. Los sellos habían desaparecido, y notábanse sobre la fina vitela las asperezas de la goma con que habían estado sujetos. Jacobo, con voz ahogada y gesto de medrosa ansia, dijo entonces: El otro... el rojo... ¿Dónde está?...

Y, estando comiendo, a deshora oyeron un recio estruendo y un son de esquila, que por entre unas zarzas y espesas matas que allí junto estaban sonaba, y al mesmo instante vieron salir de entre aquellas malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y pardo. Tras ella venía un cabrero dándole voces, y diciéndole palabras a su uso, para que se detuviese, o al rebaño volviese.

Ardían, no obstante, el fogón, el horno y las hornillas, y en ellos estaban al fuego infinito número de peroles, cacerolas y otras vasijas.

Sus densos, brillantes y sedosos cabellos estaban peinados en largos rizos, en una manera de teatro, contra la moda de aquellos tiempos; estos rizos, de un tono obscuro, ceñidos en la frente por una corona de rosas de brillantes, formaban un marco hechicero al rostro de Dorotea, contrastando con su blancura, que la palidez había llevado hasta el último punto del blanco en la tez de la mujer.

Somos gente de buena maña respondió el Cojuelo. Y cuando estaban hablando en esto, llegaban al barrio que llaman de la Sangre de Cristo y al mesón de la Sevillana , que es el mejor de aquella ciudad. El Diablo Cojuelo le dijo al Estudiante:

En la muralla que rodea el campo de los penados se apoyaba un pequeño edificio en cuya puerta se leía, en letras negras y rojas, estas palabras: Pretorio disciplinario. Era el tribunal ante el que comparecían los indisciplinados para responder de sus fechorías. Un estrado y unos cuantos bancos guarnecían la sala, cuyas paredes estaban tendidas de cal.

Aquellos que estaban más familiarizados con los hábitos y costumbres de Dimmesdale, creían que la palidez de sus mejillas era el resultado de su celo intenso por el estudio, del escrupuloso cumplimiento de sus deberes religiosos, y más que todo de los ayunos y vigilias que con tanta frecuencia practicaba para impedir que la materia terrenal obscureciera ó disminuyese el brillo de su lámpara espiritual.

Ofrecían igual aspecto que los carromatos de los ordinarios de los pueblos, cargados de los más diversos objetos. En uno de los buques, la tripulación se agrupaba á proa en torno del hornillo donde hervía el caldero del rancho. Los barcos estaban tan hundidos á causa de la marea baja, que el doctor, desde la riba, veía el fondo de sus escotillas.

»Ambos estaban arrodillados junto a mi lecho y besaban mis manos, que yo retiré bruscamente y como asustada. ¡Ay de ! Recobraba la razón, y con ella el conocimiento y una especie de terror.

Era el señor don Carlos Fernández un caballero en toda la extensión de la palabra, fino, delicado, discreto, de clara inteligencia y de nobilísimo corazón. Tenía conciencia de su mérito, y procuraba, por todos los medios que estaban a su alcance, conservar su buen nombre, y cuidar de que ni la sombra más leve empañara su envidiable reputación.