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Existía y estaba, por libérrima y unánime voluntad, suya y de su padre, recoleta en las Carmelitas, adonde la habían conducido el desprecio del mundo exterior y aparente, en el cual ella tampoco creía, y el ansia de una absoluta y perfecta serenidad. Por algo Angustias era hija de Belarmino.

Quedamos en que recomendarás a tu suegro mi pleito. Quedamos en que es inútil. Bobalicón. Serpiente de cascabel, abur». Después que se fue Miquis entró Mariano, que buscaba a su hermana para que le proveyese de fondos. Tan lejos estaba de encontrar allí a su maestro, que al verle se desconcertó, porque hacía una semana que no aparecía por el taller. Levantose contra él una tempestad de censuras.

No lo crea usted. Puede usted serle muy útil. No se sabe el bien que puede hacer una palabra dicha con oportunidad. La Marquesa estaba en su saloncillo, echada en un sofá y con una bata rosa que estaba lejos de rejuvenecerla. Sus ricillos, muy lacios, le caían por un lado, y los postizos, mal arreglados al color del cabello, tenían un lamentable aspecto de negligencia.

El buque estaba á veces cerca del Brasil, á la vista de Fernando de Noroña, distinguiéndose las chozas cónicas de los negros instalados en la isla bajo un sol ecuatorial, y los tripulantes creían comer en una barraca de la huerta de Valencia, pasándose de mano en mano el porrón de vino fuerte de Liria.

A este torrente de injurias y de amenazas, el grumete no oponía más que una calma estoica, acostumbrado, como estaba, a los arranques de su superior.

Aquéllas eran heridas. Ya sabes que una bala me entró por el antebrazo, subió hacia el hombro, dio la vuelta por toda la espalda, y vino a salir por la cintura. ¡Oh, qué herida tan singular!, pero a los tres días estaba sano, mandando la artillería en el ataque de Bellegarde».

Si me fuera dable matar en esta voluntad, siempre activa, siempre inquieta.... No buscar la felicidad, huir del dolor...» Entregado a estas ideas pasé largo rato, cerrados los ojos, de codos en la roca, oculto el rostro entre, las manos. Había obscurecido y era preciso volver a la ciudad. El caserío estaba iluminado y el firmamento tachonado de luceros.

Don Braulio era en el suyo, aunque limpio, harto descuidado. Su levita y su sombrero tenían la forma en moda hacía ocho o diez años. Su corbata negra estaba algo raída, y el cuello de la camisa, recto y sobrado grande, le llegaba casi hasta las orejas. Beatriz se había medio peleado con su marido para obligarle a llevar más bajos los cuellos y a comprar nuevo sombrero y nueva levita.

Eran los amos del agua; en sus manos estaba la vida de las familias, el alimento de los campos, el riego oportuno, cuya carencia mata una cosecha. Y los habitantes de la extensa vega cortada por el río nutridor, como una espina erizada de púas que eran sus canales, designaban á los jueces por el nombre de las acequias que representaban.

La atmósfera del cuarto de la enferma estaba pesada y envolvía mi cabeza como un manto sofocante; los vapores de fenol me quemaban el cerebro; la respiración comenzaba a faltarme. Corrí a la ventana y apoyando mi frente en el marco, aspiré el aire frío de la noche que penetraba en el cuarto por las rendijas. El día apareció a través de las cortinas, un día frío y gris, sumido en la niebla.