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Por una parte aquel dolor de atrición, aquel miedo a no salvarse a pesar de ser tan bueno, de no haber hecho mal a nadie; por otro lado, el calor, aquel sudor continuo, aquellas noches sin dormir... la soledad de Vetusta... la yerba agostada del Paseo grande, la falta de espectáculos.... «Y además que nadie le comprendía.

¿Y a qué cantar, si mi canto ha de resonar a llanto que a nadie conmoverá? ¿Si del ajeno quebranto el mundo cansado está? ¿A qué, cuando entre el gentío que me critica y maltrata, seca el alma, el labio frío, no hay un corazón que lata con los latidos del mío? Deja dormir en la sima del olvido cuanto siento. ¡Bien está allí! Que el aliento no lo mezcle con la rima que se evapora en el viento.

La empresa se había llevado a cabo con felicidad. No le restaba más que dormir tranquilo sobre su triunfo. Sin embargo, no era así. Apesar de su figura robusta y gallarda, poseía el conde un sistema nervioso excesivamente impresionable. La más ligera emoción turbaba su espíritu, le inquietaba hasta un grado indecible. Tal exquisita sensibilidad le venía por herencia y también por educación.

Justamente a la noche siguiente apareció en la tertulia el conde. ¿Cómo? ¿Usted por aquí? ¿Ha regresado ya de la Granja? le preguntó D. Pedro, clavándole una mirada penetrante. Definitivamente, no. Tengo el coche abajo, y me vuelvo a dormir. Se aburre usted allí, ¿verdad? le preguntó D. Cristóbal Mateo. Por el día no.

Así que, los más días, sus padres del caballerito, viendo cuánto le regocijaba mi compañía, rogaban a los míos que me dejasen con él a comer, cenar y aun dormir los más días.

Estaba un poco pálida, y sus ojos, al levantarlos hacia Miguel, aunque sonrientes, expresaban una suave melancolía. ¿Cómo ha descansado V., Maximina? la preguntó. No he podido dormir en toda la noche respondió la niña. ¿Pues? No ... daba vueltas y más vueltas... y nada. Miguel sonrió admirando aquella ingenuidad.

Lo único que me tranquilizaba un poco era el placer que manifestaba usted en quedarse a mi lado. Cuando usted paseaba por el jardín, yo, desde mi diván, le seguía con el rabillo del ojo y muchas veces fingía dormir para que usted se acercase a con más libertad. No tenía necesidad de abrir los ojos para saber que usted estaba allí; le veía a través de las pestañas.

El frio de noche les molestaba mucho; y aunque con los escasos matorrales que hallaban, tenian fuego toda la noche, como no llevaban mantas, ni con que cubrirse, por un lado se calentaban y por otro se helaban sin poder dormir.

Al reconocer al doctor, con el que había disputado más de una vez en casa de Sánchez Morueta, el viejo mostró en sus gestos cierta esperanza. ¡A ver si podía salvarlo con aquella ciencia que había ensalzado tantas veces al discutir con él! No podía dormir, no podía acostarse; se ahogaba. Aresti conoció á primera vista la gravedad de su dolencia.

Por eso los probes angelucos no tienen cama en que dormir, ni lumbre con que calentarse, ni camisa que poner; por eso no tienes un grano de sal y me la vienes á pedir á .... Cómpralo, ¡viciosona!... Pero vienes de mala casta para que seas buena. Mi casta es mejor que la de usté, por todos cuatro costaos. Y yo en mi casa me estaba.