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Y, además, ¿no hay algo inmensamente sagrado entre las relaciones de esta madre y de esta niña? ¡Ah! ¿cómo es eso, buen Sr. Dimmesdale? interrumpió el Gobernador, os ruego que aclaréis este punto.

Dimmesdale, así como las damas casadas y las jóvenes y bellas señoritas, sus feligreses, le instaron para que se aprovechara de la habilidad del médico, que tan generosamente se había ofrecido á servirle. El Sr. Dimmesdale, rehusó con dulzura sus instancias. No necesito medicina, dijo.

Dimmesdale, aunque en vano, intentó desasirse de los brazos que así le estrechaban. Ester no quiso soltarle por temor de que fijase en ella una mirada severa. El mundo entero la había rechazado, y durante siete largos años había mirado con ceño á esta pobre mujer solitaria, y ella lo había sufrido todo, sin devolver siquiera al mundo una mirada de sus ojos firmes, aunque tristes.

He tratado de convencerle de que la vergüenza consiste en cometer el pecado y no en confesarlo. ¿Qué decides, hermano Dimmesdale? ¿Quieres dirigirte al alma de esta pobre pecadora, ó debo hacerlo yo?

Pero por el presente no había esperanzas de que Arturo Dimmesdale se decidiera á hacerlo; había respondido con una negativa á todas las indicaciones de esta naturaleza, como si el celibato sacerdotal fuera uno de sus artículos de fe.

Al fin, una noche que asistía á un enfermo, supo que el Reverendo Sr. Dimmesdale, á quien habían ido á buscar para que le ayudase á bien morir, había partido á visitar al apóstol Eliot, allá en su residencia entre sus indios convertidos, y que regresaría probablemente el día siguiente al mediodía.

Hasta la pobre criaturita que Ester estrechaba contra su seno parecía afectada por la misma influencia, pues dirigió las miradas hacia el Sr. Dimmesdale y levantó sus tiernos bracillos con un murmullo semi-placentero y semi-quejumbroso.

Si hubiera recogido perlas, y diamantes, y rubíes en el bosque, no le sentarían mejor. ¡Es una niña espléndida! Pero bien á qué frente se parece la suya. ¿Sabes , Ester, dijo Arturo Dimmesdale con inquieta sonrisa, que esta querida niña, que va siempre dando saltitos á tu lado, me ha producido más de una alarma?

El amor, ya brote por vez primera, ó surja de cenizas casi apagadas, siempre tiene que crear un rayo de sol que llena el corazón de esplendores tales, que se esparcen en todo el mundo interior. Si la selva hubiera conservado aun su triste obscuridad, habría parecido sin embargo brillante á los ojos de Ester, y brillante igualmente á los de Arturo Dimmesdale.

El alma se contempla en el espejo de aquel fugitivo momento. Con temor pues, y trémulamente, cual si lo hiciera impulsado por necesidad ineludible, extendió Arturo Dimmesdale su mano, fría como la muerte, y tocó la helada mano de Ester Prynne.