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Patrañas, querida hija; cosas de la imaginación replicó D. Benigno, apurando su chocolate . No nos entreguemos a cavilaciones hueras y tengamos confianza en Dios. Eso de malas y buenas estrellas no es muy cristiano que digamos. Es verdad; pero yo no puedo evitar el sospechar peligros, el tener miedo de todo, y el presentir desgracias. Es una especialidad mía.

¿Sabe, Pampita, por qué le dicen todo eso? le dijo Melchor y sin esperar la respuesta continuó: Porque en Buenos Aires, «pampita» se entiende por «indiecita» ¡y como usted no les parece «tan india»... que digamos! ¡Ah! contestó ella rápidamente, ¿entonces en Buenos Aires las palabras se entienden de distinto modo que aquí?

Nada; no digamos semejante blasfemia, pero reconozcamos que hay sobrado desprecio por lo nacional é inclinación decidida y admiración exagerada hacia lo extranjero.

Digamos igualmente: «Alejados el uno del otro, ¿quién nos separará?... Separados el uno del otro, ¿quién podrá alejarnos?». Allí dónde yo me halle, estaremos los dos; porque los dos no somos más que uno, y dónde te encuentres, mi alma irá contigo. ¡Salud, oh Teri, resplandeciente estrella! ¡Salud, radiante amor!...

Cada vez que el toro se fastidiaba y arremetía a uno de ellos, era seguro ver al pobre capeador por los aires o hecho tortilla contra las barandas, lo que no causa mucho placer que digamos. Cuando el toro es bravo y el hombre hábil y valeroso, las simpatías se inclinan siempre al hombre; a me sucedía lo contrario.

Sabes, Magdalena, que eres una buena persona y que te quiero mucho terminó dando una carcajada. No es muy halagüeño que digamos el cumplimiento de Francisca, y de otra no le aceptaría, seguramente; pero está convenido que Francisca puede decir todo lo que se le pone en la cabeza.

En las tertulias que frecuentaba y bailes a que asistía, así como en los casinos y centros de reunión masculina, no digamos que desentonaba; pero tampoco se distinguía por su ingenio, ni por esa hidalga mezcla de corrección y desgaire que constituye la elegancia verdadera.

Sucedió, pues, que, yendo días y viniendo días, la niña Antonomasia llegó a edad de catorce años, con tan gran perfeción de hermosura, que no la pudo subir más de punto la naturaleza. ¡Pues digamos agora que la discreción era mocosa! Así era discreta como bella, y era la más bella del mundo, y lo es, si ya los hados invidiosos y las parcas endurecidas no la han cortado la estambre de la vida.

Y digo más: estando abrumado de trabajo, solo, sin servidumbre, y no teniendo yo nada que hacer, es muy natural que... MÁXIMO. Que vengas a cuidar de y de mis hijos... Si eso no es lógica, digamos que la lógica ha desaparecido del mundo. ELECTRA. ¡Pobrecitos niños! ELECTRA. Que su madre no les quería más que yo...

-Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho -respondió don Quijote-, mas quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago no son de burlas, sino muy de veras; porque de otra manera, sería contravenir a las órdenes de caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de relasos, y el hacer una cosa por otra lo mesmo es que mentir.