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Para subir al único piso de la casa, hay que ascender por una escalera que fue en algún tiempo de madera, y que mi padre la reemplazó por la actual, que es de piedra groseramente labrada. En el piso se encuentran hasta diez piezas casi sin muebles que dan a unos corredores oscuros.

Y en efecto, así que entró en el salón, comenzó a dirigirse a las muchachas gritando con voz de falsete: Hola, Rosarito, ¿dónde has dejado a Anselmo? Ya sabemos que todas las noches a las diez le tiras una cartita por el balcón. ¡Pero, don Jaime! exclamaba la niña mirándole con sorpresa. ¿Usted cómo viene así? ¡Diablo! Ya me ha conocido decía el buen Marín alejándose.

Maximiliano, que desde media tarde había vuelto a nadar entre las agitadas sábanas del lecho, y estaba tan impertinente como un niño enfermo que ha entrado en la convalecencia, dijo a su consorte, ya cerca de las diez, que se acostase, y esta obedeció; mas la repugnancia y hastío que inundaban su alma en aquel instante eran de tal modo imperiosos, que le costó trabajo no darlos a conocer.

El trigo, aunque no rinde tanto como en Buenos Aires, con todo se recogen buenas cosechas, siendo lo regular dar diez por una. El arroz se cría bien, y viene con abundancia, el maíz lo mismo, y todo cuanto se siembra produce bien. Lo mismo sucede con los demás frutos comerciables.

Meñique levantó la cabeza y vio los dos cubos, que eran como dos tanques, de diez pies de alto, y seis pies de un borde a otro. Más fácil le era a Meñique ahogarse en aquellos cubos que cargarlos. ¡Hola! dijo el gigante, abriendo la boca terrible; a la primera ya estás vencido. Haz lo que yo hago, amigo, y cárgame el agua. ¿Y para qué la he de cargar? dijo Meñique.

Salimos de casa á las diez, y discurriendo casi maquinalmente por la calle de Montesquieu, notamos que entraban y salian muchas personas del número 6. Nos aproximamos, dirigimos hácia el interior del piso bajo una mirada escudriñadora, y desde luego convinimos en que aquel edificio debia ser una iglesia ó bien un teatro.

Dos hilos de sangre negra manchaban su labio superior, y tenía la mano izquierda crispada contra el pecho. Como ya murió el célebre homeópata Dr. Idiáquez, puedo divulgar el secreto que me impuso bajo mi palabra. Hace precisamente diez años que principió la extraña dolencia que motivó mi visita a aquel facultativo, y cuya rápida curación fué el primer escalón de su fama.

Sólo me rendía ante el piano eterno que pasaba a mi lado sobre el hombro dolorido de diez indios jadeantes. Arriba, pues.

A las diez fue a su casa y se puso a redactar su testamento, dejando la mitad de su fortuna a Antoñita, un legado de cien mil francos a Felipe, que todos los días había ido a enterarse del curso de la enfermedad de Magdalena, y distribuyendo el resto en diferentes mandas.

En las Azores dijo Ojeda vivió durante diez y seis años, casado con una hija del gobernador de Fayal, el cosmógrafo Martín Behaín, constructor del primer globo terrestre que se conoce, y el cual es considerado por unos caballero bohemio de raza eslava, por otros noble portugués dado a las aventuras, y por los más, simple mercader de paños nacido en Nuremberg.