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Rompió el sobre y halló dentro un precioso librito, encuadernado con buen gusto y esmero en cuero de Rusia, al cual estaban asidos tres No me olvides y un trébol de cuatro hojas, en oro esmaltado. Un broche de oro, esmaltado también, cerraba el librito.

Un hombre y un muchacho habían descendido de ellos y parecían divertirse tirando un lazo por el aire. Era un lazo de cuerda, ligero y fácil de manejar, aunque de menos resistencia que los verdaderos lazos de cuero usados por los jinetes del país. Reconoció Elena al muchacho, con su instinto de mujer más que con sus ojos.

8 Y el sacerdote que ofreciere holocausto de alguno, el cuero del holocausto que ofreciere, será del sacerdote. 9 Asimismo todo presente que se cociere en horno, y todo el que fuere aderezado en sartén, o en cazuela, será del sacerdote que lo ofreciere. 10 Y todo presente amasado con aceite, y seco, será de todos los hijos de Aarón, tanto al uno como al otro.

Aquí y allá había colgadas algunas estampas piadosas. Mario creía percibir el olor del incienso. Al llegar a cierta puertecita adornada con una cortina de cuero, como sólo se ve en las iglesias, una de las viejas llamó con los nudillos. ¿Se puede? Adelante respondió de adentro una voz que no era la de Godofredo. La vieja levantó el pestillo y empujó la puerta.

Serían los del almuerzo hasta catorce, y ninguno dellos dejó de sacar su cuchillo de cachas amarillas, si no fue Rinconete, que sacó su media espada. A los dos viejos de bayeta y a la guía tocó el escanciar con el corcho de colmena. En poco espacio vieron el fondo de la canasta y las heces del cuero. Los viejos bebieron sine fine; los mozos, adunia; las señoras, los quiries.

No estés tan de prisa, amigo dijo Meñique, con una vocecita de flautín, no estés tan de prisa, que yo tengo una hora para hablar contigo. Y el gigante volvía a todos lados la cabeza, sin saber quién le hablaba, hasta que le ocurrió bajar los ojos, y allá abajo, pequeñito como un pitirre, vio a Meñique sentado en un tronco, con el gran saco de cuero entre las rodillas.

Rascóse Pepón el cogote sin contestar, sacó su petaca mugrienta de cuero, tomó una hoja del librillo de papel y la sujetó entre los labios por una esquina, luego se echó una polvarada de tabaco sobre la gran palma callosa de su mano y ofreció otra á Quino.

Sus botas mostraban los tacones rotos y el cuero resquebrajado bajo los roídos bordes del pantalón.

Y dijo Sancho: -No tienen que pararse a escuchar, sino entren a despartir la pelea, o a ayudar a mi amo; aunque ya no será menester, porque, sin duda alguna, el gigante está ya muerto, y dando cuenta a Dios de su pasada y mala vida, que yo vi correr la sangre por el suelo, y la cabeza cortada y caída a un lado, que es tamaña como un gran cuero de vino.