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Gabriel lamentaba la suerte de la pobre joven, viendo cómo la había devuelto al mundo después de su fuga del hogar. Las consecuencias de su mal la martirizaban de vez en cuando con horribles dolores que ella procuraba ahogar. Si sonreía, sus dientes se mostraban ennegrecidos y rotos por la absorción del mercurio, entre unos labios de triste color de violeta.

El gentío presentaba igual aspecto en todas las calles, como si la ciudad entera se hubiese vestido con arreglo al mismo patrón. Sombreros cordobeses de blanco fieltro o marineras de paja, cazadoras de color claro, corbatas rojas, y en todas las bocas un cigarro de a palmo. La Bajada de San Francisco era un torrente por el que rodaban sin cesar las oleadas de gentío.

Además, aquí puedo prescindir de la idea de volúmen, me basta la de superficie; la extension de superficie es inseparable de la vision. No hay vision cuando no hay color, ó luz, de un modo ú otro; y esto es imposible, basta imaginarlo, cuando no hay superficie. Otra razon.

Sin color, y el alma en calma, 165 Os oigo, padre y señor; Mas ¿qué mucho sin color, Si ya me tenéis sin alma? ¿Qué había de hacer mi hermano? ¿De quién os ha de vengar? 170 Hija, ¿quiéresme dejar? DO

Es imposible contemplar en criatura humana unos ojos más negros y aterciopelados, cual los que tenía delante, un pelo más en armonía con los ojos, y unos dientes más en contraposición con el color del pelo.

Del vago albor que clareaba en las cimas orientales, de las suaves tintas glaucas que todo lo invadían, brotaron lentamente, primero indecisos e indefinibles, luego distintos y bien perfilados, celajes y nubecillas de color de violeta, a través de las cuales vimos que desaparecían las estrellas entre ráfagas de fuego.

Vamos, no te guasees, que tengo hoy muy mala sangre dijo la Amparo, escamada y presta otra vez a enfurecerse. No es broma, y la prueba de ello es que voy a pagártela en el acto. Pero mucho ojo con que vuelva por aquí Manolito Dávalos, porque no vuelves a ver el color de mis billetes.

Rosita era graciosa, pero desmedrada y clorótica, de color de marfil. Llamaba la atención su peinado en sortijillas, batido, engomado y puesto con muchísimo aquel. «¿Pero qué hace usted, mujer, con esa pinturapreguntó Guillermina a Nicanora. Soy lutera.

Era de un rubio ceniciento y suave; un color discreto que desentonaba con el resto de su persona, hecha de rudos contrastes. Los ojos, negros, grandes, abiertos en forma de almendra, parecían de una bailarina oriental, y aún estaban prolongados por hábiles retoques de sombra, que aumentaban la seductora desarmonía con el oro apagado de su cabellera.

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