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Clara se había dejado caer sobre la almohada y sollozaba con el rostro metido en ella.

No, no; esa mujer no se habrá atrevido... Yo lo sabré, yo lo comprenderé, y doña Clara no volverá á leer en mi alma, porque me ha avisado. ¡Y Dorotea!... ¡Dorotea! ¡la hija de aquella otra Margarita, infeliz!... ¡la acusan aquí!... ¡en esta carta! ¡ella y ese Gabriel Cornejo pueden comprometer á la reina!... ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Don Rodrigo dijo sabía que doña Clara poseía aquel lazo, porque le ha llevado muchas veces sobre el pecho delante de la corte; porque han hablado mucho del tal regalo las damas; porque es una prenda muy conocida de doña Clara; si no hubiese sido conocida aquella prenda, ¿para qué la quería don Rodrigo?

Pero usted dijo con el mayor interés, ¿no es víctima de sus bruscos ademanes? ¿No la maltrata á usted? Entonces sería cosa de declararle rematado. ¿A ? No dijo Clara; no me ha maltratado nunca. Parecerá extraño que Clara, sin conocer al militar, le hiciera declaraciones que parecen de íntima confianza; pero esto, que en circunstancias ordinarias sería raro, en este caso no lo era.

Llegaban los labradores, con la faja abultada por los cartuchos de dinero, a comprar lo que necesitaban para toda la semana allá en su desierto, rodeado de naranjos; iban de un puesto a otro las hortelanas, elegantes y esbeltas cual campesinas de opereta, peinadas como señoritas, con faldas de batista clara que, al recogerse, dejaban al descubierto las medias finas y los zapatos ajustados.

Yo estoy aquí todavía, porque quedan algunas cosillas y el ropero grande, y estoy aquí pa cuidarlo; pero mañana me voy. ¿Y á dónde se ha mudado? Aquí cerca, en la calle de Belén, en casa de unas señoras que llaman de Porreño, que le han cedío el cuarto segundo pa que viva solo. ¿Y Clara? preguntó Lázaro con mucha ansiedad.

Esperó Clara toda la noche con mortal inquietud; pasó una hora y otra hora, y rezó todas las oraciones que sabía, sin olvidar las que le había enseñado doña Paulita. Su buen amigo no volvió hasta la mañana.

Pronto aparece Mendo, que cuenta á su hija Clara su afrenta, en un discurso apasionado, reprochándole que aún no se haya desposado, y no tenga hijos que lo venguen. Clara le revela un secreto hasta entonces oculto: años anteriores había llamado la atención del rey Bermudo, y recibido de él promesa de casamiento, que no llegó á realizarse.

Clara había vuelto á salir de paseo con Lucía y acompañada del Comendador y de Doña Antonia; pero Clara estaba cambiada. Su palidez y su debilidad eran para inspirar serios temores. Su distracción continua asustaba también al Comendador.

¿Cómo te llamas? dijo Lady Clara fríamente, quitando de sus vestidos las pequeñas y no muy limpias manos de la niña. Tarolina. ¿Tarolina? ... Tarolina. ¿Carolina? ... Tarolina. ¿De quién eres? preguntó aún más fríamente para ahogar un incipiente temor. ¡Caramba! soy tu niña dijo la criatura sonriendo.