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Tomad... pero no, escuchad primero. Y hablando a media voz mientras le presentaba la caja de cigarros: Ahora está obscuro, podréis ruborizaros sin ser visto. Voy a deciros lo que no quise en la mesa.

Podía visitarle cuando quisiera y darle noticias de su mujer: aquello le alegraba mucho; ahora comprendía por qué los hombres son malos. Desde entonces el cura le visitaba casi todas las tardes, para fumar unos cuantos cigarros, hablando de Enriqueta, y alguna vez salían juntos, paseando por las afueras de Madrid como antiguos amigos.

Carmela la encajera y Amparo rehusaron con dignidad su parte; pero la chiquillería despachó su ración atragantándose, en las mismas barbas de doña Dolores, que consumó la venganza dando por terminados los villancicos y poniendo en la escalera a músicos y danzantes. Cigarros puros

Y se iba, colérico, jurando no volver... y volvía, reflexionando que era fuerte cosa que mientras su familia estaba podrida en plata, no tuviera él ni para cigarros.

Azoróse el tío Frasquito al verse solo y sin defensa en las garras de Diógenes, y procuró encubrir sus temores, acogiéndole humilde, sonriente, cariñoso, llamándole Perriquito, y ofreciéndole ricos cigarros que él no fumaba nunca, pero llevaba siempre a prevención para casos apurados.

Miré a mi alrededor, con los párpados entornados, buscando un objeto caro que comprar: joya de reina o conciencia de estadista; nada , y precipitadamente entré entonces en un estanco. ¡Cigarros! ¡de peseta! ¡de diez reales! ¿Cuántos? preguntó servilmente el estanquero. ¡Todos! respondí brutalmente.

Mi querido amigo Esteven... Estimado señor ministro... El despacho era espacioso; bien amueblado, en punto a riqueza, pero sin gusto y sin estilo. S. E. estaba sentado delante del escritorio, pluma en mano; muy cerca, una bandeja con botella de Jerez y copas; del otro lado, una caja de cigarros: bebía un sorbo, chupaba el puro y escribía.

La inflexible señora depositaba en sus manos cada domingo tres pesetas; ni más ni menos. Era todo el caudal de que disponía durante la semana para sus vicios, salvo el fumar, que ella subvencionaba, comprando los cigarros por misma. Cuando necesitaba un sombrero, ella se lo compraba; cuando un traje o unas botas, se avisaba al sastre o zapatero para que viniese a tomar las medidas.

Allí también había permanecido muchos días envuelto en trapos, en un ambiente denso cargado de olor de yodoformo y humo de cigarros a consecuencia de dos cogidas; pero este mal recuerdo no le impresionaba. En sus supersticiones de meridional sometido a continuos peligros, pensaba que este hotel era «de buena sombra» y nada malo le ocurriría en él.

El marino se atizaba, de dos sorbos, una copa de ron ó de Ginebra; nosotros libábamos otra de licor de rosa, mojando en ella, con mucho pulso, un canutillo de á dos cuartos. Durante los tragos, los mordiscos al pastel y las chupadas á los cigarros, el convidante narraba sus primeras borrascas en la mar y sus aventuras en los puertos.