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Podían también penetrar en su alma; con frecuencia, por la mañana, trataban de impulsarle al suicidio y le daban consejos sobre el mejor modo de realizarlo; una vez le habían aconsejado que rompiese un cristal de la ventana y con uno de los pedazos se cortase la arteria del brazo izquierdo por encima del codo. El doctor Chevirev no ignoraba que Petrov era perseguido por numerosos enemigos.

El bosque estaba húmedo aún; los rayos del sol no habían tenido tiempo de ahuyentar el frescor nocturno; por eso el doctor Chevirev prefería dar un rodeo y caminar por campo abierto. Bien afeitado, muy currutaco con su sombrero de copa, balanceaba negligentemente su mano enguantada, y silbaba, acompañando a los pájaros, cuyas canciones resonaban en la atmósfera.

Si no puede usted ni tener un guarda, ¿para qué se mete a abrir clínicas? ¡Es una bribonada! ¡, señor, una bribonada! ¡Roba usted a sus enfermos! ¡Abusa de su confianza! Le creen a usted un hombre honrado, y usted... A ver el pulso dijo el doctor Chevirev. Tómemelo, si quiere; pero no se crea que voy a dejarme engañar con el pulso y otras zarandajas.

dijo con tono decidido ; era mi mejor amigo. Mi amigo de la infancia. Yo soy su madre. Me da gusto oírle a usted hablar así de mi pobre Sacha. Permítame usted que le hable un poco. Pomerantzev se imaginó que él era el doctor Chevirev, que escuchaba las quejas de los enfermos. Adoptando una actitud grave, atenta y suplicante, respondió con mucha cortesía: ¡Estoy a sus órdenes!

Pero por la mañana, después de tan fieras batallas, estaba tan cansado que, para recobrar las fuerzas, tenía que quedarse en la cama un par de horas más. Naturalmente, yo también he recibido algunos golpes le confesaba francamente al doctor Chevirev . Un diablo muy grande ha cogido una viga y me la ha tirado entre las piernas, me ha hecho caer y ha pretendido estrangularme.

Pomerantzev estaba satisfechísimo de su cuarto, y se pasaba largos ratos contemplando los cuadros, de los que uno representaba una muchacha guardando unos patos; otro, un ángel bendiciendo la ciudad, y el tercero, un rapaz italiano. Invitaba a todos a visitar su cuarto, y tenía una singular complacencia en que el doctor Chevirev fuese a verle lo más a menudo posible.

La correspondiente al amarillo era muy inquietante; el paisaje parecía anunciar alguna desgracia, evocar vagamente algún terrible crimen. Al mirar al través del cristal amarillo, la enfermera sentía una tristeza infinita y perdía toda esperanza de que el doctor Chevirev se casara con ella. A no ser por aquel cristal, le hubiera confesado, hacía mucho tiempo, su amor.

El doctor Chevirev no admitía en su clínica locos furiosos; por eso reinaba en ella el silencio como en cualquier casa respetable, habitada por gentes bien educadas.

Estaba siempre de buen humor, incluso cuando no le daban nada de comer, y se enorgullecía de sus enfermedades, dándole las gracias al doctor Chevirev por la gota, que consideraba una enfermedad noble, con la que su importancia adquiría aún mayor relieve.

Asustada, a punto de perder el juicio, la enfermera llamaba entonces por teléfono al doctor Chevirev, que se encontraba en el restorán Babilonia, donde acostumbraba a pasar las noches. El doctor poseía el don de tranquilizar a los enfermos sólo con su presencia.