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Gran escalinata de mármol, montera de pizarra a lo Luis XIV, lunas enormes de cristal en los balcones, todo el arreo, en fin, de que ahora hacen gala los hombres opulentos cuando fabrican una mansión para su regalo. Las cuadras y las cocheras, también suntuosas, cerraban el patio por la izquierda.

Aunque departiendo con Julián acerca de la sorpresa que se le preparaba a la familia de la Lage, y de si amenazaba llover porque el cielo se había encapotado, no descuidaba el marqués observar algo que debía interesarle muchísimo. Un instante se paró, creyendo divisar la cabeza de un hombre allá lejos, detrás de los paredones que cerraban la viña. Pero a tal distancia no consiguió cerciorarse.

El sol poniente, antes de ocultarse, se asomó a un agujero del cielo tempestuoso, entre nubes desgarradas. Era una esfera sangrienta, una hostia de púrpura que animó con tonos de incendio la inmensidad del mar. Las negras masas de vapor que cerraban el horizonte se ribetearon de escarlata. Sobre el obscuro verde acuático se extendió un inquieto triángulo de llamas.

Las ruedas y frenos gruñían; pero conforme se cerraban mis ojos, encontraba yo en su ruido nuevas modulaciones, y tan pronto me creía mecido por las olas como me imaginaba que había retrocedido hasta la niñez y me arrullaba una nodriza de bronca voz. Pensando en tales tonterías me dormí, oyendo siempre el mismo estrépito y sin que el tren se detuviera. Una impresión de frescura me despertó.

Elenita y el pollo desconocido, que ya se habían asaeteado bastante con los ojos, comenzaron a charlar por detrás de la cabeza de jabalí del presbítero don Alejandro, que tenía las enormes cejas temerosamente fruncidas y el rostro contraído por una expresión de dolor y de ira que ponía espanto. Finalmente, y esto era lo que verdaderamente me interesaba, Gloria y Suárez no cerraban la boca.

Era esta puerta la más adornada en las festividades públicas; sus dos portillos laterales eran los que más tarde se cerraban, y por su arco principal entraron los monarcas Felipe V, en 1729; Carlos IV, en 1796; José I, en 1810; Fernando VII, en 1823, y la reina Isabel II, en 1862.

La inmensa sábana azul del Océano, donde brillaban tres o cuatro velas como blancas gaviotas, cerraban el panorama. Alrededor de la ermita, las mujerucas de los contornos, entre las cuales había más de una fresca y hermosa aldeana de rojos labios y blancas mejillas satinadas, vendían leche en pucheritos de barro negro.

Pensaba escribir inmediatamente una carta á su madre, á Cabesang Andang, para enterarla de lo que había pasado y decirle que las aulas se le cerraban para siempre, que si bien existía el Ateneo de los jesuitas para cursar aquel año, era muy probable que no le concediesen los dominicos el traslado y que aun cuando lo consiguiera, en el curso siguiente tendría que volver á la Universidad.

Después de la ruda prueba sufrida por los ricos, viendo pasar el desfile amenazante, temían éstos un reculón de la fiera, arrepentida de su magnanimidad, y todas las puertas se cerraban. Un grupo numeroso se dirigió al teatro. Allí estaban los ricos, los burgueses. Había que matarlos a todos: un drama de verdad.

A pesar de estos rumbosos informes, la Guardia civil le había pedido los papeles, igual que al último perdulario; pero como los llevaba en regla y no se metía con nadie, ni nadie se quejaba de él y le fiaba el vecino del lugar con quien vivía, no pasaban las cosas a más que a vigilarle de lejos, lo mismo que a su fiador, mientras en el pueblo se cerraban las casas al anochecer y no se dejaban, de puertas afuera, ni las gallinas en sus «albergaderos» provisionales.