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¡Pobre muchacha! ¡Eso nada significa! contestó la escéptica Catalina. No puede una nunca decir nada de estos hombres... ¡Son tan falsos! Además, yo siempre tengo tan mala fortuna. ¡Pues... Catalina! comenzó Carolina. ¡Silencio! La señora va a decir algo dijo Catalina, con una sonrisa. Las educandas harán el favor de prestar atención dijo pausadamente una voz indolente.

Mario se sentía turbado por esta actitud, sin entender por completo lo que significaba. No se le mandaba cerrar la puerta, ni escribir los sobres de las cartas, ni que las acompañase hasta casa de unas amigas, ni se le daban encargos para la calle. Cuando doña Carolina rechazaba cualquiera de sus servicios el inocente exclamaba: ¡Pero, mamá, no tiene usted confianza conmigo!

Nada de extraño fue, pues, que por fin Carolina cesara repentinamente a la mitad de sus infantiles confidencias, para echar sus bracitos en torno del cuello de la pobre mujer, y suplicándola que no llorase pues se ponía triste.

Por vez primera se le ocurrió que un hombre pudiera desear ver a otra que no fuera ella. ¡A , y... a Carolina! El rostro de Ah-Fe se iluminó. Incluso profirió una corta risa de ventrílocuo, sin mover un sólo músculo facial. Luego, echándose la cesta al hombro, cerró cuidadosamente la puerta y se deslizó tranquilamente por la escalera.

Carolina, sin embargo, no se fijó en estos cumplidos, sino que sofocó más aún al caballero coronel corriendo a toda prisa hacia Lady Clara, buscando protección en los pliegues de su vestido.

Quiere usted decir mi madrastra; ya sabe usted que no era mi madre interpuso Carolina con viveza. Quise decir su madrastra dijo gravemente. Nunca he tenido el gusto de encontrarme con su madre de usted. No; hace doce años que mamá no ha estado en California.

El señor Príncipe sonriose tan dulcemente, y al parecer con tanta simpatía, que principió a gustar a Carolina.

Pero su novia se crispaba, se ponía pálida de ira y solía responder por él: ¡Caramba, que tiene usted gracia, Timoteo! Es usted espontáneo como pocos. D.ª Carolina no se ofendía menos con la insistencia irracional que el violinista mostraba en enamorar a su hija.

Este le contempló en silencio unos momentos asombrado de su inocencia. Tuvo impulsos de proferir una de sus chufletas sangrientas, pero se contuvo. La maciza bondad y el candor de aquel muchacho le conmovían. Después de todo, pensó, ¿qué se adelanta con sacar a los hombres de los errores que los hacen felices? , ; D.ª Carolina es muy buena dijo al cabo, sin gran calor.

En este tiempo Godofredo se hallaba terminando una historia de Santa Isabel de Hungría, que se preparaba a dar a la imprenta. Y como quisiese poner al frente del libro el retrato de la Santa, pidió a Presentación el suyo para hacerlo grabar. Este rasgo ingenioso y delicado causó impresión profunda, tanto en su novia como en D.ª Carolina.