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El maestro Juan Bou se mostraba tan amable con él aquellos días, que no sabía qué hacerle. Y su amabilidad era tan extraordinaria, que hasta llegó a llamarle hijo y a departir con él como de igual a igual. «Bien, hijo, bien; vamos bien. Has sido algo calavera pero mismo conoces que el trabajo es la vida, la religión del pueblo... Voy a hacerte una proposición. ¿Quieres venirte a vivir conmigo?

Juan Bou era un barcelonés duro y atlético, de más de cuarenta años, dotado de esa avidez de trabajar y de esa potente iniciativa que distinguen al pueblo catalán; saludable como un toro, según su propia expresión; de humor festivo y palabra trabajosa.

Ahora viene lo que llaman el alegato de bien probado. Pero hasta que pase el verano no habrá nada. El abogado me da grandes esperanzas. ¡Si esto se resolviera pronto para pagar a Melchor y escapar del lazo que me tiende!...». Pensando en Juan Bou, que a menudo la obsequiaba, decía: «¡Pobre Bou! Es el animal más cariñoso que conozco. Le quiero como se quiere al burro en que salimos a paseo».

En la sala donde estaba la máquina, tenía Bou su mesa de trabajo, y en esta la piedra en que dibujaba, puesta sobre un disco de madera giratorio, con cuyo mecanismo él le daba vueltas como si fuera un papel. A poca distancia veíase la prensa de mano donde se sacaban las pruebas y se hacían los reportes.

Ta, ta, ta exclamó Juan Bou, radiante, al considerar el triunfo que a su oratoria se preparaba . ¿Conque célebre y todo..., es decir, hombre grande? ¡Valiente papamoscas! ¿Y qué entiendes por celebridad? La de los guerreros y capitanes, la de esos bobos que llaman poetas, escritorzuelos... Los unos son los verdugos de la humanidad: no han hecho más que matar gente.

Los botes ligeros, con sus vientres blancos y azules y el mástil graciosamente inclinado, formaban una fila avanzada al borde de la playa, donde se deshacían las olas y una delgada lámina de agua bruñía el suelo cual si fuese de cristal; detrás, con la embetunada panza sobre la arena, estaban las negras barcas del bòu, las parejas que aguardaban el invierno para lanzarse al mar, barriéndolo con su cola de redes; y en último término, los laúdes en reparación, los abuelos, junto a los cuales agitábanse los calafates, embadurnándoles los flancos con caliente alquitrán, para que otra vez volviesen a emprender sus penosas y monótonas navegaciones por el Mediterráneo: unas veces a las Baleares con sal, otras a la costa de Argel con frutas de la huerta levantina, y muchas con melones y patatas para los soldados rojos de Gibraltar.

Este replicó el estampador con el sentimiento de modestia que le inspiraban sus pocas luces al ponerlas frente a la sabiduría del maestro , este dice que el año que viene ya no trabaja más. Eso lo dirá la correa manifestó Bou sonriendo y sin levantar los ojos de la piedra . ¿Y qué vas a comer si no trabajas?... Me parece que eres de casta de sanguijuela... Y algo he oído yo.

Jamás, fuera de casa, se separaban el bastón y el hombre, y se apoyaban el uno sobre el otro, según los casos. Completaba la persona de Bou un sombrero hongo, de la forma más vulgar, ligeramente inclinado al lado derecho, como si de aquella parte estuviesen todas las ideas que era preciso proteger de la intemperie.

Hizo Bou muchos millares de etiquetas para almacenes de vinos, tarjetas de anuncios, cartelillos de tres o cuatro tintas y cromos ordinarios para cajas de fósforos. ¡Qué iniciativa la suya! Fue el primero que imaginó hacer en gran escala las cenefas con que adornan las cocineras los vasares.

Hoy, como está el día tan bueno, le dije: «Anda, mujer, anda a que te un poco el aire». Y con efecto, ha salido. Ya sabes que un hermano suyo ha venido a establecerse en Madrid. Hará dinero, porque estos catalanes saben ganarlo. ¿No le has oído nombrar? Juan Bou, litógrafo. Está viudo; necesita quien le ayude a arreglar su casa..., y con efecto, Rafaela ha ido allá... Es calle de Juanelo.