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También sabían de memoria, sin olvidar una tilde, los romances de matones, guapezas, robos, asesinatos, anécdotas del patíbulo. Cuando Mariano ganó tres reales, Juan Bou, haciendo justicia a sus progresos, atendió sus reclamaciones. El muchacho aborrecía la caja. Quería trabajar en litografía; pero como no tenía aptitud ni pulso para el dibujo, quiso ser estampador.

Cuando Mariano llevaba seis meses de aprendizaje con jornal de seis reales, era, ¡cosa rara!, el oficial con quien más simpatizaba Juan Bou. ¿Había entre ellos semejanza grande o disparidad absoluta? No se sabe bien. No se sabe tampoco cuál de estas dos cosas engendra la simpatía.

«¡Y qué cortinas! decía Bou tocándolas de un modo irreverente con el roten . Esta gente no gusta de tener frío. ¡Toma!, el frío se ha hecho para el pobre obrero que anda sin trabajo por las calles. Eso es, hay dos Dioses, el Dios de los ricos que da cortinas, y el Dios de los pobres que da nieve, hielo.

Se hará una Historia nueva, en que no figuren más que los que han inventado una máquina o perfeccionado la herramienta A o B. Esos , esos que tendrán estatuas. ¿Y quién... va a hacer las estatuas? preguntó con gran viveza de pensamiento Mariano. Toma dijo Bou, reponiéndose después de desconcertarse un poco , los escultores.

A pesar de sus baladronadas políticas y de su aspecto feroz, Juan Bou, el ursus spelæus, era lo que vulgarmente se llama un infeliz, un buenazo, un alma de Dios. Tenía corazón tierno, bondadoso y sensible, y no podía ver una desgracia sin tratar de aliviarla.

Oírle contar sus épicas luchas por la causa del pueblo era el gran pasmo de D. José y de Riquín; pero Isidora no contenía fácilmente la risa. Las galanterías de Bou con Isidora semejaban a las del oso que quiso mostrar el cariño a su amo matándole una mosca sobre la frente. Alguna vez, dejando hablar a sus sentimientos, se expresaba con sencillez y naturalidad.

Increpole su hermana por su mala conducta, hizo Juan Bou consideraciones morales, Melchor le llamó vago, pillete y predestinado al presidio, y hasta su amigo y compañero de café, Relimpio, promulgó sobre la vagancia los conceptos más severos.

Isidora y Bou estuvieron largo rato en la salita de la portería, hablando de enfermedades en general y del asma en particular, del clima de Madrid, del de Mataró, patria de los Bous, de los médicos, del remedio A o B... Realmente, Isidora no tomaba parte en la conversación sino con monosílabos de cortés aquiescencia, porque sus cinco sentidos estaban puestos en la observación de la portería de su casa, y en admirar la confortable humildad de aquel nido de pobres hecho en un rincón de un palacio de ricos.

Pero Juan Bou las había sublimado en su mente indocta, convirtiéndolas en una fórmula de brutal egoísmo. Según él, muchos miembros importantes del organismo social no tenían derecho a ser comprendidos dentro de esa designación sublime y redentora: ¡el pueblo!

Las demás atenciones eran acompañarlos a paseo por el Retiro, y comprar dulces y juguetes a Riquín y darles de noche larga y cariñosa tertulia. ¡Era blandamente obsequioso con Isidora y la miraba con manifiesta intención de decirle algo delicado y difícil...! A veces, en los largos paseos que daban, iba Juan Bou callado y suspirante. Parecía que su misma fiereza nutría su timidez.