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En los funerales, ya en el vestido del difunto, ó ya para expresar por variedad de signos emblemáticos de paño negro y linón blanco el dolor de los sobrevivientes, había también una demanda frecuente de la clase de labor que Ester podía suministrar.

TERNERA ASADA. En manteca o aceite se dora bien la carne, sazonada con sal y vino blanco; se agregan unas rajas de cebolla y se deja cocer unas tres horas; puede servirse con puré de patatas.

POLLO CON ZANAHORIAS. Puede hacerse lo mismo que la ternera con zanahorias. Cuando empiezan a tomar color se rocían con jerez o vino blanco; cuando está reducido todo esto se mezcla con el jugo un poco de salsa de tomate, se tapa la cacerola y se mete al horno un cuarto de hora; se guarnece la fuente con fondos de alcachofa cocidos y salteados separadamente.

PICHONES CON ACEITUNAS. Después de limpios y colocados los pichones con aceite, vino blanco, caldo, cebolla y perejil, se tapan y dejan hervir; cuando están a punto se pasa la salsa y se le agregan aceitunas deshuesadas. MENUDILLOS DE PAVO A LA PAISANA. Por menudillos de ave se entiende cuellos, patas, alas, hígados y corazones.

No le quedaba otro recurso que el de matar el tiempo de algún modo. Desmontó, pues, en casa de Lepage y se entretuvo en romper algunos muñecos, cuya suerte corrieron después varios huevos, sirviéndole por último, de blanco, hasta las moscas.

Pasado el primer deslumbramiento, miré mejor y vi que allá, en el fondo de la pieza, me aguardaba Nanela. Aunque jamás la viera ni oyese hablar de ella, yo la reconocí en seguida. Era Nanela. Era una alta y hermosísima mujer pálida la más alta, más hermosa y más pálida mujer del mundo, toda vestida de blanco, sin joyas, flores ni cintas, llamada Nanela.

Primeramente colocó en el centro de la entrada la mesita blanca de pino en que comía la familia, cubriéndola con una sábana y clavando los extremos con alfileres. Encima tendió una colcha de almidonadas randas, y puso sobre ella el pequeño ataúd traído de Valencia, una monada, que admiraban todas las vecinas: un estuche blanco galoneado de oro, mullido en su interior como una cuna.

Vea usted dijo el veterano, levantando el brazo y descubriendo un gran desgarrón en su uniforme, por el cual se divisaba el forro blanco, que parecía la dentadura que se asoma por detrás de una risa burlona. Don Modesto estaba identificado con su uniforme; con él habría perdido el último vestigio de su profesión. ¡Qué desgracia! exclamó tristemente la tía María.

Cómo lo mimaban, lo obsequiaban, lo traían en palmas... La pequeña Camila, tenía ocho años, venía a sentarse sobre sus rodillas y le decía: Mirad, señor cura, en vuestra iglesia es donde quiero casarme, y mi mamá llenará toda, toda la iglesia de flores... más que para el mes de María. Será como un gran jardín, todo blanco, blanco, blanco. ¡El mes de María!... En ese momento era el mes de María.

Al compás de la agradable música vieron que hacia ellos venía un carro de los que llaman triunfales tirado de seis mulas pardas, encubertadas, empero, de lienzo blanco, y sobre cada una venía un diciplinante de luz, asimesmo vestido de blanco, con una hacha de cera grande encendida en la mano.