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Debía caer en los primeros días de la primavera, a tiempo para que las lilas blancas pudiesen florecer sobre su tumba. La pobre joven presentía su destino y juzgaba sobre su estado con una clarividencia bien rara en los tuberculosos. Quizás hasta tenía sospechas del mal que minaba a su madre.

Algunas nubecillas leves y blancas, como copos de vellón, flotan, no obstante, por la atmósfera; los rayos del sol las tiñen a veces de color de rosa; resbalan lentamente por el cristal del firmamento; en ocasiones descansan breves momentos sobre la cima de los peñascos más altos, como si viniesen adrede a proteger los secretos amores de los genios de la montaña.

Bajo el gran toldo que sombreaba este espacio aglomerábase el hedor sudoroso de una muchedumbre. El médico del buque y varios ayudantes, todos con blusas blancas, ocupaban el centro junto a una mesa cargada de botiquines. Y al son de la música pasaban los emigrantes en interminable fila, todos con un brazo descubierto que presentaba a la lancera del vacunador.

La claridad del día, reflejada por las paredes blancas, penetraba a lo largo de los pasadizos, callejones, túneles o como quiera llamárseles, se perdía y se desmayaba en ellos, hasta morir completamente a la vista de las rojizos abanicos del gas, que se agitaban temblando dentro de un ahumado círculo y bajo un doselete de latón.

Naranjas y cebollas caídas de los cajones se corrompían bajo el sol, esparciendo sus jugos dulces y acres. Saltaban los gorriones en torno de las montañas de trigo, escapando con medroso aleteo al oír pasos. Sobre la copa azul del puerto trenzaban sus interminables contradanzas las gaviotas del Mediterráneo, pequeñas, finas y blancas como palomas.

Unos llevaban pantalón blanco de dril, con casaquín de lana perla, cruzado el pecho de anchas correas blancas, con asta plateada. Otros iban de blanco y rojo, blanco el pantalón, la casaca roja.

La sala tenía una gran alcoba, y la puerta de ingreso a ella cortinas blancas recogidas en pabellones sobre grandes clavos romanos. En el fondo de la alcoba, una cama de madera de altísimo testero con molduras doradas y medallones pintados, colcha de damasco rojo y sábanas muy finas con puntillas y bordados en el embozo de la encimera.

Al ver a aquellas gentes que hacían sonreír a los mallorquines como si fuesen extranjeros, Jaime sonrió también, mirando con interés sus trajes y figuras. Eran, indudablemente, un padre con su hija y su hijo. El campesino calzaba alpargatas blancas, sobre las que caía la ancha campana de un pantalón de pana azul.

Los soldados; los personajes universitarios, mudos hasta entonces, pero que se habían ocupado en adormecerle y registrarle; los empleados, los obreros, todos los que se movían dando órdenes ó trabajando en torno de él, llevaban pantalones y eran mujeres. Edwin vió que de un automóvil en forma de clavel que acababa de llegar descendían unas figuras con largas túnicas blancas y velos en la cabeza.

Muy pronto estaremos en el corazón de la selva. Y si esto no es suficiente para exaltarle la imaginación, sepa que estos bosques conservan aún mil vestigios de la misteriosa religión de los Celtas, que por doquiera se hallan en multitud. Tiene, pues, el derecho de figurarse bajo cada una de esas sombras, un druida, con sus blancas vestiduras, y de ver relucir una hoz de oro en cada rayo de sol.