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Los miles de ojos femeniles sombreados por mantillas blancas en palcos y barreras sólo se fijaban en su persona, no le cabía duda.

Todas las puertas esteriores eran por lo general rectangulares, formadas por arcos-dinteles inscritos en otros arcos ornamentales de herradura: sus dovelas blancas y de color alternadas: las blancas ricamente exornadas de follages relevados, de estuco; las de color de precioso mosáico de ladrillo rojo y amarillento cortado en menudas piececitas rectilíneas.

Es un macho viejo muy bribón y vivaracho todavía, aun cuando tiene ya señalada la herradura en el pecho y algunas plumas blancas esparcidas por el cuerpo. De joven recibió en un ala un perdigón de plomo, y como esto le ha hecho ser un poco pesado, mira dos veces antes de volar, mide bien el tiempo y sale del apuro. Con frecuencia me llevaba consigo hasta la entrada del bosque.

Los enormes cerros de granito, desnudos, abruptos, despedazados á veces, entrelazados en laberinto, separados por abismos profundos y espantosos, destacando acá y allá picos, y conos, y cúpulas y moles gigantescas, cubiertos en partes de tristes matorrales, de blancas flores y de musgo y helechos; las sombras y los claros que se proyectan, segun las inflexiones del terreno; el frio de la noche; el ruido de los torrentes en las profundidades; la soledad medrosa de aquellos parajes que parecen guaridas de bandidos ó de fieras y aves de rapiña: todo eso le da á la escena los mas sombríos caractéres y un interes extraordinario.

Van encorvados un poco y se apoyan en cayados amarillos. ¿En qué piensan estos viejos? ¿Qué hacen estos viejos? Al anochecer salen a la huerta y se sientan sobre unas piedras blancas.

En la calle estrecha, de casas obscuras, se anticipaba el crepúsculo; las largas filas de hachas encendidas, se perdían a lo lejos hacia arriba, mostrando la luz amarillenta de los pábilos, como un rosario de cuenta, doradas, roto a trechos. En los cristales de las tiendas cerradas y de algunos balcones, se reflejaban las llamas movibles, subían y bajaban en contorsiones fantásticas, como sombras lucientes, en confusión de aquelarre. Aquella multitud silenciosa, aquellos pasos sin ruido, aquellos rostros sin expresión de los colegiales de blancas albas que alumbraban con cera la calle triste, daban al conjunto apariencia de ensueño. No parecían seres vivos aquellos seminaristas cubiertos de blanco y negro, pálidos unos, con cercos morados en los ojos, otros morenos, casi negros, de pelo en matorral, casi todos cejijuntos, preocupados con la idea fija del aburrimiento, máquinas de hacer religión, reclutas de una leva forzosa del hambre y de la holgazanería. Iban a enterrar a Cristo, como a cualquier cristiano, sin pensar en

Por doquiera cavaban los peones la tierra para destruir los huevos puestos por los insectos. Cada terrón era destripado, desmenuzándolo esmeradamente. Y al ver las mil raíces blancas, llenas de savia, que aparecían en esos destrozos de tierra fértil, el corazón se oprimía y el alma se angustiaba...

Permaneció gran parte de la tarde contemplando el mar, siguiendo el curso de las blancas velas que se ocultaban tras el cabo o se perdían en el dilatado horizonte de la bahía.

Sobre este traje brillaban como honoríficas condecoraciones algunas flores, amarillas, blancas, azules o encarnadas, prestas a embalsamar el ambiente con los suaves aromas que guardan en su corazón. La huerta era extensa, como pocas, dilatándose desde la plaza, donde se alzaba la casa de don Mariano, hasta el muelle, por un lado, y por el otro hasta las últimas casas del pueblo.

Sólo una vez en treinta años había modificado su camino por las calles solitarias y blancas de sol, en las que resonaban sus pasos. Una mañana había oído la voz de una mujer en el interior de una casa: Atlota... las doce. Pon el arroz, que pasa don Horacio.