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En el pasillo ya, Lucía se volvió un momento y miró aquel rostro como si quisiera grabarlo con indelebles y fortísimos caracteres en su retina y en su memoria. La cabeza de Artegui, alumbrada en pleno por la luz que en la mano tenía, se destacaba sobre el fondo obscuro del cuero estampado que cubría la pared.

En seguida, y con presteza no menor, fue a la mesa, y tomando el candelero y entregándoselo a Ignacio, dijo en voz entera y tranquila: Alumbre usted. Artegui alumbró sin pronunciar palabra. Su sangre se había enfriado de pronto, y sólo le quedaba, de la terrible crisis, cansancio y melancolía más profundos que nunca. Cruzaron el dormitorio, el pasillo, sin despegar los labios.

Aunque no fuese todavía muy remota la hora meridiana, estaba el aposento casi obscuro, tal era al exterior el aguacero y el negror del cielo. No ha almorzado usted, Lucía recordó de pronto Artegui, levantándose . Voy a decir que le traigan a usted el almuerzo aquí. ¿Y usted, Don Ignacio? Yo... almorzaré también, abajo, en el comedor. Es ya muy hora. Pero ¿por qué no almuerza usted aquí, conmigo?

Tomando a Lucía y a Artegui por recién casados, se puso lisonjera, insinuante, pesadísima, y se empeñó en enseñarles un equipo completo, barato, de lo más distinguido; echó sobre el mostrador brazadas de prendas, una marea de randas, de bordados, de cintas y de batista.

Pero... pero te vi... continuó Artegui . Te vi por casualidad, y por azar también, y sin que de dependiese, estuve a tu lado algún tiempo, respiré tu aliento, y sin querer... sin querer... comprendí que.... No quise confesarme a mismo tu victoria, ni la conocí hasta que te dejé en ajenos brazos.... ¡Oh! ¡Cómo maldije mi necedad en no haberte llevado conmigo entonces!

Cuando recibí tu carta de pésame, estuve a dos dedos de ir a buscarte.... Artegui hizo breve pausa.

Artegui torció a la derecha, siguiendo el malecón, mientras explicaba a Lucía esas nociones elementales astronómicas, que parecen novela celeste, cuento fantástico escrito con letras de lumbre sobre hojas de zafiro. La niña, embelesada, miraba tan pronto a su acompañante, como al firmamento apacible. Sobre todo, la magnitud y cantidad de los astros la confundía. ¡Qué grande es el cielo!

Iban mezcladas dos sensaciones: de punzante lástima la una, de terror y repulsión la otra. Quería apartarse espantada de Artegui, y aun se derretían de compasión sus entrañas sólo al mirarlo. La gente salía de misa; vertía el pórtico ondas y ondas humanas, y Lucía, en pie, no acertaba a separarse de aquella catedral, erguida y blanca como una mártir cristiana en el circo.

¿Por qué no ha de venir? ¿De dónde saca usted que no vendrá? Yo no digo eso balbució Lucía ; sólo digo que si tardase.... En fin murmuró Artegui , yo tengo también mis ocupaciones.... Es fuerza que me vaya. No contestó Lucía cosa alguna; antes le soltó, y desplomándose otra vez en el sillón, ocultó el rostro entre ambas manos.

A medida que corrían las horas y la jornada avanzaba iba Artegui perdiendo un poco de su estatuaria frialdad, y cada vez más comunicativo, explicaba a Lucía las vistas de aquel panorama móvil. Escuchaba la niña con el género de atención que tanto agrada y cautiva a los profesores: la del discípulo entusiasta y sumiso a la vez.