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La espada había penetrado torcida, atravesando al toro y asomando su punta por uno de los costados, junto a una pata delantera. Todos gesticulaban y braceaban con aspavientos de indignación. ¡Qué escándalo! ¡Aquello no lo hacía ni un mal novillero!...

Aquello que era pueril, ridículo y hasta pecaminoso. ¿Pues no se había puesto a fijarse, porque iba con la cabeza gacha, en los manteos y sotanas de sus colegas, y en los suyos, y no estaba pensando que el traje talar era absurdo, que no parecían hombres, que había afeminamiento carnavalesco en aquella indumentaria...? ¡mil locuras! lo cierto era que le estaba dando vergüenza en aquel momento llevar traje largo y aquella sotana que él otras veces ostentaba con majestuoso talante.

Toda la gente de casa andaba absorta, preguntando unos a otros qué sería aquello, y todos daban bien lejos del blanco; que ¿quién había de imaginar que la Gitanilla era hija de sus señores?

«La Providencia le ha dicho también: Elegi, non abjeci te... te he elegido y no te he rechazado, aunque tu vida haya sido agitadaLlama agitada a aquello murmuró Durand dando un segundo codazo a Grano de Sal que le respondió con la misma energía, es decir, con otro codazo capaz de hundir dos costillas al artillero-cirujano-calafate. ¡Oh! los dos se comprendían. «..., hermanos míos, agitada.

En los bardales vio Jacinta unas plantas muy raras, de vástagos escuetos y pencas enormes, que llamaron su atención. «Mira, mira, qué esperpento de árbol. ¿Será el de los higos chumbos?». No, hija mía, los higos chumbos los da esa otra planta baja, compuesta de unas palas erizadas de púas. Aquello otro es la pita, que da por fruto las sogas. Y el esparto, ¿dónde está?

Aquello se supo por el todo Madrid que se preocupa de estas cosas y la ira de Pepe no tuvo límites. El desvío, la infidelidad, el abandono de una mujer cuyos favores eran cuestión de dinero, constituyeron para él una humillación insoportable. Ahora me da lástima... debió de sufrir mucho.

Don Pompeyo sentía escalofríos. ¡Qué degradación! Meditaba y veía dos Orgaz hijo sobre la mesa. Me han embriagado con sus herejías... quiero decir... con sus blasfemias... dijo al Marquesito, que callaba, pensando que todo aquello era muy soso sin mujeres. Joaquín gritó: Allá va una a la salud de don Pompeyo. Y comenzó una copla impía y brutal alusiva a una sagrada imagen.

Podía él estar todo lo enamorado que quisiera, pero ella jamás le otorgaría el favor más insignificante. Desde ahora, ni mirarle siquiera. Estaba decidida. ¿Qué había que confesar? Nada. ¿Para qué reconciliar? Para nada. Podía comulgar sin miedo; , madrugaría, comulgaría. ¡Pero bastaba, bastaba por Dios, de pensar en aquello! Se volvía loca.

Aquello era club incipiente, redacción de periódico, academia parlamentaria, todo esto, y algo más. ¡Qué hervidero! ¡Cuántas pasiones, cuántas crisis, cuántas revoluciones, cuánta historia, en fin, bullían dentro da aquel pastel que acababa de ponerse al fuego!

Tuvo bastante fortaleza para contener sus ansias y dejar para la tarde la visita. Su madre le habló como siempre, de lo que se murmuraba, y él encogió los hombros. Oía la voz dura y seca de doña Paula anunciando, por asustarle, el cataclismo de su fortuna, la ruina de su honra, como si le hablase de los cataclismos geológicos del tiempo de Noé. Le parecía que era otro Provisor aquel de quien el público se quejaba. «¡Ambición, simonía, soberbia, sordidez, escándalo!... ¿qué tenía él que ver con todo aquello? ¿Para qué perseguían a aquel pobre don Fermín si ya había muerto? Ahora el don Fermín era otro, otro que despreciaba a sus vecinos y ni siquiera se tomaba la molestia de quererlos mal.