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Dos o tres veces escribí una palabra por otra; eché a perder una hoja de papel sellado, y estaba yo a punto de decir: «¡No sigo escribiendo! ¡Estoy enfermo!...» cuando dio la una. Corrí a la casa. El P. Herrera conversaba en la sala con mis tías, y Angelina arreglaba la mesa en el comedor. No me sintió al llegar; me tenía a su lado y no me había visto.

Sin embargo, no desdeño los libros, he comprado muchos, y con ellos me paso largas horas. Aun suelo leer versos de Lamartine... y... a la verdad... ¡como Lamartine no hay otro poeta para ! Aquí concluye esta novela sencilla y vulgar. «Angelina» se llama en memoria de la pobre niña que sacrificó por , con sublime heroismo, todas las ilusiones de su vida.

Tan claros los conceptos como aquella su letra española serena y gallarda. A decir lo cierto, deseaba yo saber la historia da Angelina, pero no me atreví nunca a hablarle de esto.

Mi tía trabajaba en sus flores, y yo, cerca de ella, me entretenía oyéndola. ¿Le gustaría a usted que me casara con Angelina? ¡Cómo no! exclamó alborozada. ¡Si es tan buena! ¡Si te quiere tanto! No por qué se me encendió el rostro. Nunca pensé que Angelina pudiera amarme. Y bien visto el caso ¿por qué no? Angelina era muy digna de ser amada.

¿Enamorado de esa niña? ¡Ni por pienso! ¡Murmuración villaverdina! ¿Murmuración? Vale más. Ya dieron en decirlo, y seguirán.... Créame usted, Angelina; créame usted: la señorita es guapa, que es guapa, linda como un ramo de rosas; pero el joven que se complace en oirla tocar no ha puesto en ella los ojos, ¡ni los pondrá jamás! Mi voz despertó a tía Pepa. Yo estaba separando el último pétalo.

Ella, sonriendo, las retiró, diciéndome graciosamente: «Y el cuento que entró por un caminito de plata salió por un caminito de oro». La revelación de Angelina me dejó triste, abatido, avergonzado. Entonces me cuenta de ciertas melancolías de la niña, cuando yo hablaba de bodas y noviazgos.

Y agregaba: Dios pagará a ustedes este buen rato.... ¡De veras, de veras, si me parece que tengo veinte años! Angelina y tía Pepilla nos dejaron para atender a la anciana que ya suspiraba por su lecho; don Román buscó el suyo, y Andrés se quedó conmigo en espera de Angelina y de mi tía que irían con nosotros a la misa del gallo. No tardaron en volver.

Desde el día en que entré a servir al jurisconsulto me propuse vivir aislado, lejos de los chismes villaverdinos que ya comenzaban a disgustarme, así es que a las horas de descanso me encerraba en casa, a leer o a conversar con Angelina, y únicamente los domingos por la tarde me echaba a vagar por los callejones, o me iba a pasar dos o tres horas en las orillas del Pedregoso o en las verdes laderas del Escobillar, de donde volvía cargado de helechos y flores campesinas.

La mimaba; todos sus deseos eran mandatos para Angelina, y sufría resignada desagrados y reprensiones, el mal humor caprichoso de los enfermos, que de nada están contentos, y que se impacientan sin motivo. Esta niña me conversaba tía Pepa es un ángel; creo que por eso le pusieron Angelina.

Nada de lidiar con los chicos.... Desde el día primero voy a descansar.... ¡Ya los niños me tienen hasta aquí! ¡Para eso Angelina!... ¡Lo mismo que para cuidar de un enfermo!... Ya te lo he dicho, Rorró; si Angelina no se casa ha de parar en hermana de la Caridad. ¡Tiene vocación, hijo, tiene vocación! El otro día se lo dije al P. Solís, y me contestó: «¡Tiene usted razón