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Respeté, con gran dolor de mi alma, los deseos de la joven. Seguro de la sinceridad de sus palabras, oculté mi pena y busqué consuelo en el trabajo. Luego que Angelina supo el fallecimiento de mi tía, nos escribió una carta muy sentida. El P. Herrera vino a Villaverde pocos meses después, le hospedamos en nuestra casa, y estuvo con nosotros varios días.

Discípulo aprovechado de don Román, criado en los clásicos, como él me dijo, dióme, a pesar de mis aficiones románticas, por la poesía mitológica y horaciana. Cantaba yo la vega villaverdina, el «sesgo» y «undívago» Pedregoso, y la hermosura de mis paisanas. En el último soneto puse sobre los cuernos de la luna a la dulce Angelina, oculta bajo el poético nombre de Flérida.

Angelina desprendía de sus cabellos la deseada flor, y me la ofrecía por alto, como se ofrece a un niño el incitante fruto acabado de cortar. Yo me fingía enfadado: ¿Así, señorita? ¡Así, caballero! No; como sabes.... Linilla sonreía, besaba la flor, y me la daba. ¡Inolvidables besos! ¡Dulces besos recogidos en la corola de una rosa!

La anciana, como si quisiera establecer entre nosotros una corriente de recíproca simpatía, exclamó después de engullirse una sopa. Oye, Angelina: Rodolfo está muy contento de las camisas que le mandamos, y dice que nadie las hará mejores. Elogia mucho las marcas de los pañuelos, y.... ¡Ay, señor! murmuró la joven, trémula, y levemente sonrojada.

Presentí que alguien me traía noticias de mi amada y acudí presuroso. No me había engañado el corazón. Era el caballerango del P. Herrera. Aquí tiene usted... me dijo, sin bajarse del caballo, esta cajita y estas cartas. Volveré mañana por la contestación. ¡Cartas de Angelina! Una para mis tías; otra para . Corrí a mi cuarto y cerré la puerta. Deseaba estar solo, solo....

El cura estaba ya muy viejo, no le faltarían los achaques de la edad, y nada más justo que Angelina estuviese a su lado. Tiré la pluma, crucé los brazos sobre la mesa, y me puse a pensar, desalentado y triste, en la partida de la joven. Por fortuna llegó Castro Pérez, y fué preciso ponerse a trabajar.

Oía yo: ¡la señorita Fernández... por aquí; la señorita Fernández... por allá! ¿Conque no sabía usted el nombre de esa niña? No. ¿No? No. ¿Conque no? ¡No, y no! Pues ya lo sabe usted: se llama Gabriela. Angelina me veía y sonreía como si dudara de mi dicho, como si quisiera sorprender en mis ojos la verdad. No, Angelina: sería una locura eso de que yo pusiera los ojos en esa señorita.

, una locura, y por mil razones. La primera, la principal, y que vale por todas, es ésta: porque soy pobre. La doncella suspiró como si quedase libre de un gran peso. Algún día, acaso no muy lejano, sabrá usted, Angelina, a quien amo yo. Díjele esto fijos mis ojos en los suyos. Ella me dirigió una mirada profunda, intensa, llena de infinita ternura, dulcemente alegre. Tía Pepa despertó.

Yo no pude contenerme y corrí a la reja.... Usted siguió su camino.. Desde ese día me simpatizó usted. Pregunté: ¿quién es ese joven? Y Angelina me dijo: se llama Rodolfo.... ¿Si supiera usted lo que pensé? ¿Sabe usted qué? ¿A que no adivina? Que Linilla estaba enamorada...¡Bonita pareja! pensé. Ahora, estoy segura de que usted también está enamorado.

Pero, a decir lo cierto, no me causaron extrañeza ni las palabras de Angelina, ni el tono de su carta. Desde los primeros días, cuando mi cariño era todavía un misterio para la doncella, pude observar mil veces que nunca le fueron gratos los elogios de mi tía para la gallarda señorita.