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Alicia de Blandieres me hace llamar, probablemente para dirigir el cotillón con ella. Yo me niego. ¿Quiere usted permitirme que pase a su lado el final de la noche? ¡Eso no estará bien hecho! ¿no recuerda usted que dijo a Alicia, cuando lo invitó, que no podría asistir al cotillón?

¿Más?... El príncipe la miró con asombro; pero Alicia se apresuró á decir que era un consejo lo que solicitaba. La guerra había trastornado su existencia con una rapidez asombrosa. Los valores sociales estaban invertidos: las fortunas que parecían más sólidas se venían abajo. Esto pasará, ¿no es cierto?... Es imposible que dure. , es imposible dijo él con gravedad.

Tal vez en la corola de las florecillas hay una gota del alma de Alicia, y las mariposas la beben para continuar su ebrio revuelo sobre las tumbas. ¡La primavera! El príncipe levanta su pensamiento sobre el dolor individual.

Ella se siente atraída por todas las cosas grandes: heroísmos, sacrificios, etcétera; pero acabó peleándose con sus superiores y renunció á su bello papel. Alicia, con la mirada y el gesto, parecía apiadarse de su inutilidad. ¿Qué podía hacer yo? Cada vez era mayor mi ruina.

Su voz temblorosa, su mirada húmeda, eran de una pobre mujer que se esfuerza por contener su emoción. Miguel balbuceó contuso, desorientado. ¿El había podido hacer tanto mal? ¿Cuándo?... ¿cómo?... Alicia, sorda á sus preguntas, sólo pensaba en ella y en su desgracia.

En el primer acto, deseó que Alicia lo perdiese todo, absolutamente todo; así sería más suya, dependería en absoluto de él, con una esclavitud dulce. Luego, en los actos sucesivos, pensó en la desesperación de Alicia después de esta pérdida. Era una apasionada, que ponía en el juego vanidades de artista. Lamentaría tal vez, más que el dinero desaparecido, su fracaso personal.

Tuvo Miguel que ocultar la alegría que le causaron estas palabras. ¡Alicia le buscaba!... A pesar de su contento, sintió la necesidad de pedir nuevos detalles. ¿No le habían indicado una hora?... No, príncipe. «Esta tarde, en San Carlos»; ni una palabra más. Esa señorita casi se enfadó porque le pedí aclaraciones. Ya le he dicho que la intimidad tiene su mal carácter... como todas.

Daba la noticia con un laconismo modesto, como si acabase de realizar algo importante. Miguel casi le envidió porque había visto á Alicia. «¿Cómo estabaHermosa, hermosa como siempre. Algo pálida... ¡Después de una emoción como la de anoche! Pero alegre, muy contenta; hablando á cada momento del marqués. Se adivinaba su gran afecto. Almorzaron solos.

Alicia estaba casi tendida en los cojines, mirando los platos con inapetencia, y sólo avanzaba un brazo perezoso sobre los manjares más raros y de sabor ardiente, demostrando la honda perversión de su paladar.

Pero estaba en el Hotel de París; no disponía de una «villa» entera, como Alicia. Y ésta, aunque tentada por las insinuaciones de su amiga, no se atrevió á instalar al convaleciente en su domicilio. La gente era maliciosa, y ella, sin decir el por qué, temía ahora mucho sus comentarios.