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Poco tuvo, pues, la señora que confiar a una criada tan penetrante y tan zahorí de cuanto pasaba en lo más escondido de su pecho. A los cinco días de la fecha de la última carta que hemos leído, empieza nuestra narración. Eran las once de la mañana. Pepita estaba en una sala alta al lado de su alcoba y de su tocador, donde nadie, salvo Antoñona, entraba jamás sin que llamase ella.

Otra obra tomó Tirso, guardándola para leer a solas; pero como Leocadia le sorprendiera varias veces con ella en la mano, entró en curiosidad y, observando que metía el libro en el cajón de la mesita de su alcoba, que tenía llave muy chica, intentó y consiguió abrirlo con la de su costurero.

Llegaron juntos a la alcoba de Emma. Don Basilio, con sus labios estrechos, sonreía, apretándolos.

Es de noche; entra en la alcoba, y ve durmiendo en su lecho á un hombre y á una mujer: arrastrado por sus rabiosos celos, saca un puñal y atraviesa con él á ambos. Cuando se dispone á abandonar la alcoba, se le presenta Laurencia. Pregúntale entonces: ¿Quién son dos que ocupan Mi noble lecho? Pues son, esposo, tus padres, Que en busca tuya han venido Pasando montes y valles.

La madre corrió derecha a la alcoba, donde estaba el pequeño en su cuna, dando unos gritos que enternecerían al caballo de bronce de Felipe III. «Aquí estoy, rico mío, aquí está tu esclava... Ven, ven, cielo de mi vida; toma la tetita, toma... ¡Ay qué hambre tan grande!... ¡Cuánto ha llorado mi ángel!... Yo desatinada por venir. ¡Qué contento se pone mi niño!... Ya no llora más, ¿verdad?

¡Estudiáis para clérigo! dijo haciendo un mohín de repugnancia la comedianta, á tiempo que salía Montiño de la alcoba. Ha ahorcado los hábitos dijo Quevedo saliendo tras Montiño. ¡Ah! he ahí una justicia que me agrada; y eso que no puedo ver á un ahorcado sin tener malos sueños. ¿Y qué diablos hacéis ahí, hijo Manolillo, doblado y redoblado? dijo Quevedo.

A un lado hay una puertecita interior que comunica con la cocina, estrechísima y ahumada; en el fondo hay otra que conduce á la alcoba, y mas adentro se ve un dormitorio para los muchachos y alguna despensa ó cuarto particular.

Ballester, deshaciéndose en demostraciones de caballerosidad protectora y de fraternal hidalguía, le dijo que los Rubín grandes y chicos, así los de carne y hueso como los que tenían pechos de algodón, no entrarían en aquella alcoba sino pasando sobre su cadáver.

Palidecí tanto, que Blanca lo notó, por más que la alcoba estaba sumida en una media sombra. ¿Qué tienes, Reina? ¿Estás enferma? Un calambre murmuré con voz débil. Voy a buscar éter dijo, levantándose diligentemente. No, no proseguí, haciendo un violento esfuerzo para recuperar mi altivez que se desvanecía. Ya ha pasado, Blanca, ya ha pasado. ¿Sufres de eso a menudo, Reinita? No... algunas veces.

El joven manifestó que no había necesidad; que pasaba por todo lo que ella dijese; que ya lo vería... Sin embargo, la señora insistió y tomando una palmatoria los guió al otro extremo de la casa. Esta es la sala... Grande, ¿no es verdad? Dos balcones... La alcoba. Caben muy bien dos camas... cuanto más una añadió mirando a su hija, que se hizo la distraída cerrando un balcón.