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Pero al fin don Álvaro que había triunfado de lo más, triunfó de lo menos: llegó a comprender Ana que era imposible, y tal vez ridículo, negarse a recibir en su alcoba a un hombre a quien se había entregado ella por completo. Mucho valía la castidad del lecho nupcial, o ex-nupcial mejor dicho, pero ¿no valía más la castidad de la esposa misma?

Entraron en la alcoba Amparo y Conchita, y al ver a su tío, con el instinto de jóvenes precoces y conocedoras del mundo, se aproximaron a él, besándole en la frente.

Lo que yo quisiera saber ahora es dónde está mi sombrero dijo él, mirando debajo de la mesa y del sofá. ¿Y para qué quieres el sombrero? Quiero salir, tengo que ir a la calle. Pero lo mismo da salir con la cabeza descubierta. Hace un calor horrible. , vámonos al Retiro. Fortunata, coge la vela; y por delante. Y agarrándose al brazo del joven sin ventura, le llevaron a la alcoba.

Don Mariano, que al oír el grito se había precipitado en la alcoba, el rostro encendido y los cabellos erizados, quiso separar a su hija del cadáver. ¡Sepárate, hija del alma, ya no tienes madre!

Y el rey, por el mismo sitio por donde había ido á la recámara de la reina, se volvió á la suya y al examen de la escopeta vizcaína que tenía aún entre las manos su montero mayor. Vestida, arrojada sobre un lecho, con el rostro vuelto contra la almohada, en una bellísima alcoba, había una mujer.

La niña, haciéndose cargo de que de su actitud dependían tal vez la salud y la vida de su madre, se mantuvo firme, no cesando de moverse en torno del lecho, entrando y saliendo en la alcoba centenares de veces. Apenas don Máximo emitía una orden, ya se estaba cumplimentando con admirable exactitud.

La ira se le desbordaba, y para contenerla volvió a la alcoba. Su mente acalorada revolvía estas ideas: «Salió lo que yo me temía... Si lo dije, si esta mujer nos había de dar al fin un disgusto... ¡Ay, qué ojo tengo! A no me entraba, no me entraba; y siempre lo dije: 'ni con Micaelas ni sin Micaelas, podremos hacer de una mujer mala una esposa decente'. Ahí está, ahí está, ahí la tienen.

No lo puedo olvidar; amanecía y el sol, de luz en lágrimas deshecho, hasta la alcoba penetrar quería y besar su cadáver en el lecho. ¡Pasó como las nubes del estío! después ¡la realidad...! una mortaja... un cuerpo inerte, inanimado, frío, que encierran sin piedad en una caja...

Si viene alguna carta dijo a Damián me despiertas en seguida... no, entra a las dos en punto... Y como ninguna carta vino, entró Damián en la alcoba a las dos en punto, encontrando al señor marqués profundamente dormido.

Sin embargo, para completa exactitud, es necesario añadir que Cristeta trabajó más a gusto que de ordinario, y que luego, a solas en la alcoba de su casa, recordó las palabras de don Juan, pensando con agrado y amor propio satisfecho, en la posibilidad de ser artista de las que rara vez tienen que ensenar en escena lo que la mujer debe cubrir casi en todas partes.