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Un hospital para marineros en Bellavista; un templo de las Nazarenas, en cuya obra trabajaba a veces como carpintero; la Alameda y plaza de Acho para la corrida de toros, y el Coliseo, que ya no existe, para las lidias de gallos, fueron de su época.

Huberto, para verla caminar más tiempo así, silenciosa y preocupada, a dos pasos de él, habría querido que Diana fuese más habladora, y la alameda infinitamente más larga. Era un dilettante en materia de vivir. Se felicitaba de haber presentido «una perfección» en María Teresa, y una fuerza creciente lo atraía hacia ella.

-Si no me descubres, Sancho -respondió el peregrino-, seguro estoy que en este traje no habrá nadie que me conozca; y apartémonos del camino a aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente.

Si de día era la Alameda punto por lo general sosegado y tranquilo, de noche era peligroso por más de un concepto.

Total, que de los monumentos de Santiago se atenía el marqués a uno de fábrica muy reciente: su prima Rita. La proximidad de la fiesta del Corpus animaba un tanto la soñolienta ciudad universitaria, y todas las tardes había lucido paseo bajo los árboles de la Alameda.

El dia va falleciendo, en fúlgidos resplandores se va el ocaso encendiendo, y ya las sombras mayores de los montes van cayendo. Sobre la cumbre nevada del Veleta, sonrosada por el rojo sol poniente, alza la luna la frente por nubecillas velada. Por el ameno pensil del soto corre el Genil entre floridas riberas, y las gallardas palmeras, y la alameda gentil,

Judit se asió al brazo del Conde, y ambos se internaron por la alameda de la Primavera. Era día de trabajo; la población rica y ociosa de París parecía haberse dado cita en aquel paseo, y había enorme concurrencia. Arturo y su compañera no tardaron en ser objeto de la atención general. Eran los dos tan bellos, hacíase forzoso admirarlos.

Rafael movía la cabeza negativamente, conmovido por el recuerdo de su padre, convencido por las razones del viejo, pero resuelto a resistir. No, y no; la suerte estaba echada; él seguiría su camino. Estaban bajo los árboles de la Alameda.

No supe como disculparme; murmuré torpes excusas, alabé una pieza que no había yo escuchado, y me levanté para despedirme. Habló don Carlos de Villaverde, del día de la Cruz, del paseo en la Alameda y en la colina del Escobillar, y de la fiesta del Cinco de Mayo.

Llevaba andada más de media alameda y aún no había don Juan logrado que la memoria le aclarase las dudas sugeridas por el espectáculo de aquella mujer. Apretó el paso, adelantose casi rozándole la falda, y a los diez o doce metros se volvió y vino hacia ella, resuelto a mirarla como las águilas miran al sol, cara a cara.