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¿Dónde están alojadas estas monjas? pregunté a mi patrón. ¿Dónde están alojadas?... ¡Pues en casa! ¿No las ha visto usted?... ¡Ah! No me acordaba que ha llegado hoy... Ocupan dos habitaciones no muy lejos de la que usted tiene. ¿Son hermanas de la Caridad? Me parece que no, señor... Tienen un colegio allá en Sevilla... La más vieja es la superiora... es valenciana.

¡Ah! respondió es usted demasiado niño si creyó abusar de una mujer que tenía la locura de amarle. Leo claramente sus maniobras, créame. Por otra parte, quién es usted... No estaba lejos cuando la señorita de Porhoet transmitió á la señora de Laroque vuestra política confidencia... ¡Cómo! ¿Usted escucha á las puertas, señorita?

El padre Ambrosio estaba sentado en un sillón delante de la reja cabizbajo y profundamente pensativo. Yo, detrás de él a poca distancia, escuchaba con toda el alma en los oídos. Oyose abrir una puerta, y luego un paso reposado de mujer, el crujir de un vestido, y luego el gruñido cariñoso e impaciente de un perro. ¡Ah! ¿Es usted? dijo Amparo.

Con Jacinta debe de haber sostenido una guerra tremenda, , tremenda; pero al fin, ella se ha rendido, no te quepa duda. Yo fui Metz, que cayó demasiado pronto; y ella es Belfort, que se defiende; pero al fin cae también... ¡Ah!, las señas son mortales.

¡Ah! dijo. Allí está Rubín con los caballos. También los había visto el pajecillo, cuyos rubios y largos cabellos rizados rodeaban el gracioso rostro. Cabalgaba alegremente, llevando de la brida el blanco palafrén causa involuntaria de las aventuras de su dueña. ¡Os he buscado en vano por todas partes, mi señora Doña Constanza! gritó agitando en el aire la emplumada gorra.

Pep Arabi, de Ibiza... Pero esto mismo no decía gran cosa, pues en la isla sólo existen seis o siete apellidos, y Arabi eran una cuarta parte de sus habitantes. Se explicaría mejor. Pep de Can Mallorquí. Febrer sonrió. ¡Ah, Can Mallorquí! Un pobre predio de Ibiza donde él había pasado un año siendo muchacho: la única herencia de su madre. Hacía doce años que Can Mallorquí no era suyo.

Y es un bello aderezo... muy bello... su majestad os ama mucho. No cómo pagar á su majestad... y siento, siento mucho no poder complacerla... pero mi marido me ha regalado otro aderezo. ¡Ah! ¿Conque es rico?... Os doy otra nueva enhorabuena. ¿Y seréis tan reservada respecto á vuestras galas de novia, como respecto á vuestros amores? ¡Ay, Dios mío, no!

¡Ah! ¡no! es cierto que esta noche, por las estocadas, anduve huído y no dormí; pero... he descansado ya... os fuísteis irritada, y yo no me resignaba á no volveros á ver si no me volvíais á vuestra gracia.

Pero ¡ah! la realidad estaba allí, delante, cruel, implacable. Y oraba devotamente, lleno de fe, con fe de santo, y acudían a mis labios las oraciones que aprendí de niño, y las recitaba cuidadosamente, poniendo el alma y la vida en cada frase, en cada palabra, en cada sílaba.

, señora, , lea usted, vea: «tenemos que lamentar por nuestra parte la muerte del joven Conde romano...» ¡Ah, qué lástima de joven! ¡qué pena, qué dolor!