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Se trataba de un precioso servicio de café, de legítima procedencia chinesca, que mi abuelo compró en un puerto del Pacífico, a bordo de un navío inglés que volvía del Celeste Imperio. Era el encanto de la casa. Un día, jugando a la pelota, ¡chas! quedó hecho pedazos. Pues bien, como te iba yo diciendo: prosiguió mi tía, es muy buena muchacha... y te quiere mucho.

La admiración por este abuelo de vida novelesca se amortiguaba al pensar en su madre. Pobre, huérfana y olvidada de sus parientes, había tenido que casarse con un hombre que casi podía ser su padre, llevando fuera de España la vida errabunda de las familias del cuerpo consular.

Espero que usted en memoria de mi abuelo.... Ya don Román le hablaría de las circunstancias en que me encuentro. No puedo volver a México; no puedo seguir los estudios, y estoy obligado a buscarme un pedazo de pan.... ¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! Así lo hace un joven delicado. Veremos, veremos si me sirve usted. Pero debo advertirle que... hasta dentro de una semana no podré resolverlo.

Esta es una tradición se atrevió a decir cuando el rústico acabó su relato. Ya comprenderá usted, señora, que aquí nadie acepta tales cosas. Así lo creo contestó gravemente la hermosa desconocida. Traición o no, Don Rafael gruñó el ermitaño con descontento así lo contaba mi abuelo y todos los de su época, y así lo cree la gente. Cuando tanto se ha dicho, por algo será.

¿Qué aguinaldo quieres, monín?, le dijo pocos días antes de Navidad. Un nacimiento repuso el chico. Su abuelo fue con él a Santa Cruz, le dejó escoger cuanto quiso, pagó contento, quedó el niño gozoso, y dos criados trajeron a casa el peñasco lugar de la sagrada escena y la banasta llena de figuras de barro que habían de representarla.

A pesar de su fanática adoración, el muchacho experimentó cierto sobresalto al enterarse de que se le pedía una firma por valor de tres mil pesetas. No lo podía remediar. Estaba amasado con pasta de comerciante, y en cuestiones de dinero reaparecía en él lo que tenía del padre y del abuelo. Pero mamá, ¿tan mal estamos de fortuna? Doña Manuela estuvo elocuente.

La señorita Helouin, más competente que yo en materias de poesía, ha debido decirle que los bosquecillos que cubren este país en veinte leguas á la redonda, son los restos de la antigua selva de Brocélyande donde cazaban los antepasados de su amiga la señorita de Porhoet, soberanos de Gaél, y donde el abuelo de Mervyn, que ve usted ahí, fué encantado, á pesar de ser él mismo encantador, por una señorita llamada Bibiana.

Yo mismo añadió siento cierto remordimiento al pensar en mi abuelo. ¡Pobre señor!

En fin, ustedes son buenas personas y nadie puede desearles ningún mal; esas ideas son de familia y han ido de padres a hijos: el mismo camino que ha recorrido el abuelo lo sigue el nieto. Pero nosotros les defenderemos, no obstante, y después nos pronunciarán ustedes discursos sobre la paz eterna.

Indudablemente no tenía bastante para tal compra. Luego, en otra tienda adquirió un cuchillo para Pepet, el más grande y pesado que encontró, un arma absurda, capaz de hacerle olvidar la de su glorioso abuelo.