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Algunas mujeres enrojecieron, porque por la boquita del niño parecía hablar la voz de muchas conciencias; varios hombres bajaron la cabeza, y una voz enérgica, pero alterada, repitió a lo lejos: ¡! ¡! . Era un anciano general, abuelo de un alumno del colegio.

Jaime, en medio de la vaguedad de sus recuerdos infantiles, contemplaba con saliente relieve la figura de su abuelo. Jamás había encontrado una sonrisa en aquel rostro de patillas blancas, que contrastaban con sus ojos negros e imperiosos. Los de la casa tenían prohibido subir a sus habitaciones. Nadie le había visto más que en traje de calle, con una pulcritud minuciosa.

Todos le han conocido, de lejos o de cerca, de vista o de oídas. Don Aquiles Vargas, el primer Aquiles de la familia, padre de don Pablo y abuelo de Quilito, tuvo tienda muchos años en la que se llamó calle de Mendocinos, y en tiempos en que todo andaba revuelto y no se contaba segura la cabeza, supo hacer fortuna comerciando en géneros de las provincias.

Tampoco habían faltado penas al señor Bueno: había visto morir a un hijo al año de terminar de un modo brillante la carrera de ingeniero de Caminos y Canales y a una hija a los seis meses de dar a luz un hermoso niño. El abuelo se había propuesto hacer de su nieto un hombre perfecto.

Dábale el abuelo otro beso, recomendándola de nuevo que no echara en olvido sus advertencias; y entonces cala ella en la cuenta de que, a pesar de lo sanas que eran, por un oído le entraban y por otro le salían.

Se cumpliría el deseo del abuelo abortado en el padre. ¡Este que será abogado! decía doña Bernarda poseída del mismo afán que el viejo por aquel título que era el ennoblecimiento de la familia.

Alcanzó premios en los concursos hípicos, partió á pistoletazos monedas sostenidas por sus camaradas á cincuenta pasos, manejó el sable con una maestría que hubiese admirado al general Saldaña y á su abuelo el cosaco.

Su vista produce más de un recuerdo; rodéalo la tradición y es objeto de sabrosas leyendas, pero leyendas verdad. Dos generaciones bastan para que un faro tome carta de antigüedad y se convierta en sagrada su memoria. Frecuentemente dirá la madre á la joven: «Este salvó á tu abuelo, y sin él no hubieras venido al mundo

Y a renglón seguido, sin transición ninguna, Currita se enterneció profundamente al pensar en el gozo inmenso que la esperaba en Roma, besando la sandalia del Santísimo Padre Pío IX... ¡Qué figura tan gigantesca la del Pontífice! ¡Qué anciano aquel tan venerable!... Y todas las señoras comenzaron a ponderar su adhesión al santo Pío IX, prontas a sacrificarle vida, hacienda, todo, todo menos el alma, por tenerla ya de antiguo comprometida con el diablo... Carmen Tagle dijo que le había mirado siempre como si fuese su abuelo; la señora de López Moreno añadió muy conmovida que ella le enviaba todos los años una pipa de doce arrobas del riquísimo moscatel de sus soleras jerezanas, y la duquesa, verdaderamente indignada, trajo a la memoria los atropellos a que cinco días antes se habían entregado las turbas, apedreando los faroles de la iluminación con que celebraban los católicos el aniversario del Pontificado del augusto anciano; sólo en el palacio de Medinaceli rompieron veintidós faroles y treinta y siete cristales... ¡Y mientras tanto, los ministros y las autoridades se solazaban en un concierto instrumental celebrado en Palacio!... ¡Qué Gobierno aquel, y qué populacho tan impío y tan asqueroso!... Siquiera ellas veneraban la persona del Pontífice encendiendo faroles en honra suya, y limitábanse tan sólo a apedrear a todas horas la moral divina del Dios a quien aquel representaba.

Al bajar la escalera del restaurant, el viejo soldado se cogió del brazo de mi mujer, con esa perfecta posesion con que un padre ó un abuelo se coge del brazo de su hija ó de su nieta. Lejos de causarme inquietud ó embarazo alguno aquella buena fe cordial y espansiva, sentia veneracion y regocijo.