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Esta ha sido mi mayor fortuna en medio de la libertad y de la abundancia en que viví, siendo niño mimado y consentido, mientras fui «hijo de familia», y rico y desligado de toda traba en cuanto quedé huérfano de padre y madre y me declaré «mozo de casa abierta». En estas condiciones y con un temperamento más apasionado, sabe Dios lo que hubiera sido de y de mi dinero.

Llegó la noche: Marta seguía respirando. Con la boca muy abierta, los ojos empañados cubiertos de una capa de mucosidades, me miraba fijamente. Su cuerpo parecía achicarse cada vez más, yacía todo encogida: casi parecía que no se atrevía a ocupar en la muerte el lugar, muy modesto sin embargo, que ocupaba en vida.

¡Eh, , Celesto! ¿Estás ahí? De un ángulo de sombra surgió un rapacejo pelirrojo, como de doce años: el aprendiz. Se acercó con la boca abierta. ¿Tienes algo que hacer? Nada. No hay encargos, ¿verdad? No, señor. Pues saca de paseo a la neñina, hasta la plaza de la catedral, que da el sol. Yo quedo aquí al cuidado.

Cada cual se iba después para su casa y tranquilos y felices dejaban caer sus miembros fatigados sobre dos blandos colchones, tan blandos y esponjados como pudieran tenerlos el juez de la Pola ó el capitán de Entralgo. Los enviados rodearon la huerta y desembocaron en una espaciosa corralada abierta delante de las tres casas.

Y con la mano derecha abierta y puesta sobre el pecho como una condecoración, los ojos en blanco, protestó el anciano de su honesta conducta. «Lo creo, hombre, lo creo. Yo la acompañé, yo la asistí, mientras se curaba; yo la he servido... ¡Qué días, qué noches!

La carta abierta, que llevaba la firma de Amaranta, decía así, después de las fórmulas de encabezamiento: «¿Eres un malvado o un desgraciado? En verdad no qué creer, pues de tu conducta todo puede deducirse.

No para hacer de mi pasión alarde, para hallar fuerzas en la lucha acaso, al templo de la muerte por la tarde del triste día dirigí mi paso. Lloré sobre su abierta sepultura aquel perdido bien que tanto amara... ¡Nunca pude pensar que mi ternura tanto placer en el dolor hallara!

El impaciente Rafael habló entonces de lo cortas que eran las tardes de Enero y de la necesidad de aprovechar el tiempo. Fermín llamó al criado, que se extrañaba de la parquedad de los dos amigos, invitándoles a pedir más cosas. ¡Todo estaba pagado! ¡Don Luis tenía cuenta abierta!... Al salir Rafael, marchó directamente a la calle, temiendo que el amo le viese con los ojos enrojecidos.

Avanzó, cogiéndose con ambas manos a la barandilla, y llegó hasta su cuarto. El huracán, penetrando por la ventana abierta, se había enseñoreado de él; los papeles volaban, los muebles a que se iba agarrando estaban mojados. Sus manos tropezaron con el sillón del escritorio, y se sentó sin intentar siquiera buscar los fósforos ni cerrar la ventana.

Durante el resto de la velada se aburrió como nunca. Al día siguiente fue a casa de las Aliaga. La acogieron con una alegría más abierta y cariñosa que la vez anterior y se manifestaron sorprendidas de que no hubiese vuelto antes.