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Ricardo dio vuelta la cabeza y se puso a mirar hacia adelante, mientras Hipólito preguntaba: ¿Vamos?... ¡Vamos!... ¡Jiú!... ¡jiú!... El sol al frente de los viajeros hizo exclamar a Ricardo: Empieza a hacerse sentir el calor. ¿Quieres cambiar de asiento? le dijo Melchor. Aquí, Hipólito, ataja algo; te di ese lugar para que fueras viendo con más comodidad. No, si es lo mismo.

¡Oh! ¡cuán sabia fue la Providencia al asignar una carrera tan corta a los viajeros de la vida! Si hubiera sido más pródiga y si el tiempo nos hubiera traído más lentamente la hora de nuestra destrucción, ¿qué hombre hubiera podido envanecerse de arrastrar consigo algunos recuerdos de la juventud?

Con el alba despertaron muchos sintiendo las angustias de una sed devoradora, y sus mujeres e hijos salieron a traer agua de los arroyos vecinos. ¡Poder de Dios! Los arroyos estaban secos. Hoy es Tintay una pobre aldea de sombrío aspecto, con trescientos cuarenta y cuatro vecinos, y sus alrededores son de escasa vegetación. El agua de sus arroyos es ligeramente salobre y malsana para los viajeros.

Y pensaba que aquellos insulares, contra los cuales su patria estaba en guerra, despues de todo no tenían más crímen que el de su debilidad. Los viajeros abordaron tambien á las playas de otros pueblos, pero por hallarlos fuertes, no trataron de su singular pretension.

En los primeros días le sedujo la novedad de ver caras extrañas, de sentir el roce de aquel arroyuelo de curiosos que, bifurcándose de la gran inundación de viajeros que corrían Europa, llegaba hasta Toledo. Pero al poco tiempo le parecieron iguales las gentes que veía todas las tardes.

Nuestros viajeros reprimían su curiosidad y no querían explorar nada, anhelando sólo hallar el paso que buscaban. Se contentaron, pues, con tomar agua potable y llevarla en odres y en pipas al buque y con cazar multitud de palomas y de ánades silvestres y algunos a modo de ciervos que en grandes manadas vagaban por la espesura de aquellos bosques. El país era espléndido.

Acabado este relato, se volvió hacia con una dulce compasión, y me dijo: « Carlos, henos aquí como dos viajeros del desierto que después de haber soñado en la patria, reanudan su largo camino a través de los arenales. Todo se ha desvanecido, pero tenga usted valor, Carlos, y esté seguro de que mi amistad le seguirá a todas partes

»En la mañana siguiente partí para Sevilla: el camino estaba lleno de viajeros de a pie, de a caballo y en litera. En la última casa de postas no me pudieron proporcionar mulas para mi carruaje; solamente había cuatro y estaban tomadas por un gran personaje que viajaba de incógnito. Fue necesario detenerme.

En todas ellas se ven las casas viejas de aspecto miserable y aflictivo; las calles sin pavimento alguno, ó atrozmente empedradas, llenas de fango y mugre; los enjambres de mendigos asaltando á los viajeros si la diligencia se detiene un momento siquiera.

Los viajeros convinieron todos en que aquellos arenales daban una idea bastante aproximada de los desiertos de África, y don Mariano expresó la opinión de que sería muy fácil fijar la arena por medio del esparto y otras plantas adecuadas y convertirlos pronto en magníficos bosques de pinos.