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Ella no había dado nunca escándalos por el estilo. Toda Vetusta sabía quién era Obdulia... pero ella no había dado ningún escándalo. , , el escándalo era lo peor, aquel duelo funesto también era una complicación.

«Pero ahora sentía una rebelión en el alma. Era una injusticia aquella sospecha de su madre. En la virtud de la Regenta creía toda Vetusta, y en efecto era un ángel.

«Pero el tren huía de Vetusta, silbaba, le silbaba a él; y él no tenía el valor de arrojarse a tierra, de volver al pueblo... iba a tardar más de doce horas en ver el caserón, ¡aplazaba su venganza más de doce horas!...». Pasaron un túnel y no quedó ya nada de Vetusta ni de su paisaje.

Y como la historia ha de atreverse a decirlo todo, según manda Tácito, sépase que Anita, casta por vigor del temperamento, encontraba exquisito deleite en verificar la justicia de aquellas alabanzas. Era verdad, era hermosa. Comprendía aquellos ardores que con miradas unos, con palabras misteriosas otros, daban a entender todos los jóvenes de Vetusta. Pero ¿el amor? ¿era aquello el amor?

Uno a uno despreciaba todos los elogios que a su hermosura tributaban los señoritos nobles y los abogadetes de Vetusta y cuantos la veían; pero al despertar, como una neblina de incienso bien oliente envolvían su voluptuoso amanecer del alma aquellas dulces alabanzas de tantos labios condensadas en una sola, y con deleite saboreaba Ana aquel perfume.

Al comienzo todos la creyeron viuda; no era sino una virgen vetusta que consumía su corazón y su virginidad en el ara de un ideal remoto e imposible, como esas lámparas de la devoción que se extinguen tristemente ante una hornacina olvidada.

«¿Pero qué gracia le encontraría su mujer a la soledad de Vetusta? Además, ¿no estaba allí el Kempis sangrando, probando, como tres y dos son cinco, que en el mundo nunca hay motivo para estar alegre? Verdad era que su Anita era feliz por razones más altas.

Volvió a componer sus maquinillas, soñó con nuevos inventos, y envidió a Frígilis la aclimatación del Eucaliptus globulus en Vetusta. La Regenta notó la ausencia de su marido; la dejaba sola horas y horas que a él le parecían minutos.

Mientras ella, a orillas del río Soto, a media legua de Vetusta en compañía de su Quintanar, dejaba a las truchas escapar muertas de risa, su imaginación, vuelta a los tiempos y a los parajes clásicos, se bañaba en el Cefiso, aspiraba los perfumes de las rosas del Tempé, volaba al Escamandro, subía al Taigeto y saltaba de isla en isla de Lesbos a las Cíclades, de Chipre a Sicilia....

En el salón amarillo, donde se había bailado después de volver a Vetusta, mediante algunos tertulios de refresco, se apagaban solas las velas de esperma, en los candelabros, corriéndose por culpa del viento que dejaba pasar un balcón abierto. Los criados no habían apagado más que la araña de cristal.